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Alejandro el Grande – Nikos Kazantzakis

Resumido por Sebastián Reyes Castillo

 

Alka amiga de Esteban e hija del Capitán Nearco, quién en una ocasión le ganó a Esteban en una carrera, provocando que los amigos se mofaran de él, se para enfrente para que este le diga donde se dirige. Esteban le dice:

- Ayer trajeron un nuevo caballo de Tesalia  y hoy todos los generales van al estadio para ver quien será capaz de montarlo. Es indómito, con una cabeza enorme. Lo han llamado Bucéfalo porque su cabeza es tan grande como la de un Buey. El rey también va.

-¿Y Alejandro?- pregunta Alka con ansiedad.

-Será el primero- dijo Esteban con orgullo en el tono de voz.

-¿El también lo montara?

-No lo creo. No se lo permitirán. Aún es joven. ¿Cómo podría con los generales?

-¿Joven? ¿Qué quieres decir? exclamo Alka -. Tiene quince años. Cinco más que tú. ¡Es un hombre hecho y derecho! Deja que le den una oportunidad y lo verás.

-¿Ver qué?

-Que ganará ¡El es quien montará al caballo!

-Bueno, así lo espero –dudó Esteban, _ así lo espero.

-¿No estás seguro? Ya lo veras. Pero prométeme algo.

-¿Qué?

-Que vendrás y me lo dirás. ¿Entiendes?

-Está bien, te lo prometo, Alka. Vendré y te lo contare todo. Ahora adiós.

Esteban partió y Alka lo siguió con los ojos, admirando su gracia y agilidad al correr.

 

“Que hermosa es Pella”, pensó Esteban. Ahora Pella se hallaba en su apogeo. Esteban contempló los barcos y se le aceleró el corazón. “¡Cuándo podré viajar!” pensó. “¡Cuándo podré yo también hacerme a la mar en esos barcos e ir a lugares lejanos!”

Nunca había viajado y no conocía ninguna otra ciudad. Había oído hablar muchas cosas sobre las famosas Atenas, Tebas y Esparta. Su padre Filipo, que era el medico de la corte, a menudo le había contado historias acerca de esas ciudades legendarias, y Esteban tenía muchas ganas de conocerlas...

Esteban se encuentra con Calistenes. Siempre que lo reconocía a la distancia, cruzaba la calle para evitarlo. El viejo gordo siempre insistía en que se convirtiera en filósofo. “La filosofía” le dice, “significa libertad. Conviértete en un hombre libre.”

-No quiero convertirme en un filósofo- declaro Esteban, con cierto atrevimiento en el tono.

-Mi padre quiere que llegue a ser general algún día, para que siga a Alejandro a las guerras cuando éste sea elevado al trono.

-Está loco Alejandro. Anda por ahí con la cabeza entre las nubes y queriendo conquistar el mundo, según dice… pero él no tiene la culpa. Es su madre, la trastornada Olimpia. Ella es la que lo empuja día y noche y le llena la cabeza de ideas. No lo deja un momento en paz, día y noche con su cantinela: Macedonia es demasiado pequeña para ti… Grecia es pequeña ¡conquista el mundo!

Esteban se escabulló de Calistenes y llegó al estadio que estaba situado en un amplio tramo de tierra en las afueras de la ciudad, rodeado de álamos y cipreses. Estaba el viejo general Antípatro, siempre primero en la batalla y en el consejo real. Estaba Nearco, el padre de Alka. Era uno de los más jóvenes compañeros de Filipo, famoso por su valor en el mar.

-Es mi mejor capitán- dice el rey. Cuando él comanda mi flota, duermo tranquilo-. Y estaba también Antígono, el cíclope con su único ojo que le quedó después de la guerra.

Esteban en el otro extremo ve a dos hombres, que el sabía habían venido del Asia Menor el año pasado y que residían en la corte real. Eran persas que sostenían que su rey los había expulsado, y que habían venido aquí en procura de refugio. Uno se llamaba Aristenes; el otro, el mayor, se llamaba Artebazo.

Parmenión se encontraba allí. Sabía Esteban cuan valiente era este hombre y cuanta visión y sabiduría poseía. Era el amigo más sabio y en quien más confiaba el rey. Cuando Parmenión hablaba, Filipo lo escuchaba.

Caminaba un grupo de jóvenes y a la cabeza venia un joven altivo con cabello dorado y aspecto osado, con la cabeza levemente inclinada hacia la izquierda. Sus ojos azules brillaban como estrellas.

El corazón de Esteban latió con más fuerzas. ¡Alejandro! ¡Era Alejandro! ¡Cuánto lo amaba! ¡Cuán dispuesto estaba a dar la vida por él! Todos los amigos del príncipe de los cabellos dorados estaban allí: el solemne Ptolomeo, el devoto Pérdicas, el fiel Crátero, el terrible Cleito a quien llamaban el Negro. Los dos hijos de Parmenión también se encontraban allí.: Filotas el arrogante y el bravo Nacanor.

-¡Hefestión! –señaló Esteban con respeto reverencial-.

El mayor amigo de Alejandro. ¡Qué hermoso es y cuanto lo quiere Alejandro!

Alejandro llamaba a Esteban “hermanito” porque ambos habían sido amamantados por la misma mujer, la madre de Esteban, la buena Elpinia había sido la partera de Olimpia la noche en que lo dio a luz, y había amamantado a Alejandro y lo había amado como a su propio hijo. “Mamaron la misma leche”, decía ella con orgullo, “¡ruego que mi hijo cuando crezca se le parezca a él!”

 

Aparece en el estadio un caballo indomable, apenas sujetado por tres hombres. Nadie había visto nunca un caballo tan altivo y magnífico. Era gigantesco, negro azabache, con una mancha blanca como un lunar estrellado en la frente. Se hubiera dicho que de su nariz salía fuego. Trotaba lentamente con paso arrogante, y cuando entró al estadio y miró a las multitudes sacudió la melena y relinchó enfurecido.

-Me gustó –dijo Alejandro observando con ansiedad al orgulloso animal.

-¿Quién lo montará primero?- pregunto Filipo con aire burlón mirando a sus generales.

-¿Nadie? –inquirió Filipo con cierto tono burlón.

El viejo Antípatro dio un paso adelante.

-Soy viejo –dijo –y no puedo competir con los más jóvenes, pero con su permiso, mi señor, lo intentaré.

-No mi general –interrumpió entonces Nearco –no podemos permitir que lo haga usted. Nosotros somos más jóvenes. No nos avergüence. Solicito se me permita ser el primero en montar a esta bestia salvaje.

-Permítamelo a mí –exclamo Antígono, el Cíclope.

-Yo lo haré – terció el formidable arrojador de jabalina, Sitalce. Era el alto comandante tracio de barba roja y un largo bigote curvo. Nadie podía igualársele en la lucha; en efecto era tan fuerte que una vez se puso de pie sobre una roca previamente untada con aceite y por mucho que lo intentaron nadie logró derribarlo.

-Lo intentaré yo –gritó Calas, el afamado jinete de Tesalia. Filipo lo había designado comandante de la caballería Macedonia, y era tan buen jinete que lo apodaban el Centauro.

-¡Dejen de disputar –rió Filipo –, lo dejaremos librado a la suerte!

Filipo metió los nombres dentro de un yelmo y al darse vuelta vio a Esteban, que se encontraba ahora al lado de su padre.

-Esteban – lo llamó-, ven aquí.

Esteban se apresuró a obedecer.

-Saca un papel.-.

Esteban hundió la mano en el yelmo y sacó uno.

-Léelo- dijo el rey.

-Nearco- dijo en voz alta Esteban.

Nearco se puso inmediatamente de pie y arrojó su capa.

De una zancada se colocó junto al caballo y lo tomó de la brida. Tirando de la brida con fuerza formidable, saltó sobre el caballo y se tomó de su melena, aforrándosele al pescuezo. Bucéfalo retrocedió levantándose en dos patas y con una violenta sacudida de la cabeza arrojó a Nearco al suelo.

Los generales ansiosos corrieron a auxiliarlo.

-No estoy herido – dijo, humillado al no haber podido montarlo.

-Les aseguro que no es un caballo ¡es una bestia!

-¡Esteban, a ver quien va en segundo lugar! –ordeno Filipo.

-¡Sitalce! _exclamó Esteban, desdoblando el segundo papel.

-¡Bueno, adelante!- dijo el rey.

Sitalce por un segundo logró sentarse sobre el lomo del animal, pero el despavorido Bucéfalo se encabritó y Sitalce se estrelló contra el suelo, estremeciéndose como un odre de vino.  

El próximo fue Antígono y Ciclope, y luego Calas, el centauro.

Todos se debatieron valientemente con el caballo, quedando derrotados.

-Nadie podrá montarlo jamás-, dijo Calas mortificado y avergonzado-. Nadie, ni tu gran rey-.

-No –dijo -, yo no lo voy a intentar. No quiero avergonzarlos- dijo volviéndose a los tres hombres que habían traído el caballo-.

Tomen su caballo y váyanse- les dijo - ¡No quiero volver a verlos! ¡Ha derrotado a todos mis generales!

-¡Es una pena perder semejante caballo! – se dejó oír una voz potente.

-Yo lo montaré-.

-Hombres mejores que tú han fracasado –dijo Filipo con severidad- ¡Como te atreves a pronunciar tales palabras!

-No estoy pronunciando palabras- dijo Alejandro con las mejillas acaloradas -. No pronuncio palabras, realizo actos.

Alejandro se quitó la ropa quedando totalmente desnudo. Tomando la brida, volvió al caballo de cara al sol, de modo que su sombra se proyectara hacia atrás, fuera del ángulo  visual del animal. Astutamente había observado que cuando el animal veía su sombra se asustaba.

Bucéfalo salió a todo galope. Alejandro se mantenía como si lo hubieran pegado al caballo, murmurándole palabras apaciguadoras. El caballo enloquecido seguía galopando; salió del perímetro del estadio y siguió en campo abierto. Todos observaban con ansiedad. Por un lado Filipo con los viejos generales y por otro lado, los jóvenes amigos de Alejandro. Nadie pronunció palabra alguna.

Pasaron cinco minutos, enormes y pesados minutos, como cinco años.

De súbito, gritos de júbilo salieron de jóvenes gargantas.

-¡Ahí viene! ¡Ahí viene!

-¿Viene? – grito Efestión, fuera de sí y corrió a la entrada del estadio para dar la bienvenida a su amigo. Se podía advertir que el animal y el hombre se habían hecho amigos, que el animal salvaje reconoció la superioridad de Alejandro y que reflejaba el miedo en sus ojos.

-¡Hurra para Alejandro! – gritaban sus amigos prorrumpiendo en gritos.

Con solemnidad y en silencio, Alejandro mantenía la mirada fija sobre su padre. Luego, con un brusco ademán para sacarse una lágrima, Filipo abrió sus brazos exclamando:

-Hijo mío, busca un reino más grande. Macedonia nunca será suficiente para ti.

 

A_Magno.jpg


Esteban fue apresuradamente en busca de Alka para narrarle el magnifico suceso protagonizado por el príncipe.

 

Luego se hubo bañado, Alejandro se apresuró a salir del cuarto para dirigirse a la habitación donde Aristóteles, su maestro y el más renombrado de los filósofos griegos de la época, lo estaba aguardando.

Cuando Alejandro nació, su padre Filipo le había escrito a Aristóteles, que aún vivía en Estagira, su tierra natal, una pequeña ciudad de Macedonia:

 

“Entérate, OH Aristóteles, que me ha nacido un niño; estoy en gran deuda con los dioses, no tanto por haber engendrado un varón, sino porque ha nacido en vuestro tiempo. ¡Cuando crezca tú lo educarás para que sea digno de sucederme en el trono!”

 

Y Aristóteles le habría respondido:

 

“OH rey Filipo, cuando crezca un poco entrega a tu hijo a un maestro de gimnasia para endurecer su cuerpo; y más tarde yo iré a ocuparme de su espíritu.”

 

Cuando tuvo cinco años Filipo se lo encargó a un severo educador de Epiro, Leónidas.

-Tómalo – dijo Filipo a Leónidas – y hazlo de hierro. Quiero que su cuerpo pueda padecer el hambre, la sed, la fatiga y la enfermedad. ¿Quién puede saber lo que el destino le tiene reservado?

-Quédate tranquilo, OH rey – dijo Leónidas; _ será fuerte como el hierro.

Leónidas lo ejercitaba cuatro horas diarias; le enseñó a luchar, a arrojar la jabalina, a escalar montañas. Cuando tenía hambre no le permitía comer.  No le permitía dormir, excepto intervalos cortos.

Le enseñó a ser simple y frugal. En una oportunidad, cuando Alejandro arrojó demasiado incienso en el incensario, Leónidas lo reprendió:

-No dilapides la fortuna de tu padre – le dijo -. No es tuya, ni de él; es del pueblo.

Así fue el tipo de crianza que le dio Leónidas. Y cuando por fin cumplió los trece años y Aristóteles vino a encargarse de él, halló que tenía un cuerpo grácil, duro y fuerte, y ello lo complació.

-Si en semejante cuerpo hubiera un alma grande – reflexionó, ¡que milagros no sería capaz de obrar!

 

¿Bueno, acaso él Alejandro, no era también un descendiente de Aquiles? Su madre Olimpia era natal de Espiro, hija de Neoptolomeo, descendiente del famoso Aquiles. Los dos eran hermosos, como dioses, con el pelo dorado, tenían la piel clara  y el cuerpo grácil. Ambos eran valientes, no temían a nadie, y su corazón ardoroso palpitaba temerariamente en sus amplios pechos.

Cuando Aristóteles comenzaba a recitarle los primeros versos de La Ilíada, Alejandro no podía permanecer impasible.

Aristóteles reflexionaba sobre el destino, no sólo de Macedonia, sino de toda Grecia, puesto ahora sobre los hombros de este joven.

Meditaba sobre el decadente estado de Grecia, sobre el desacuerdo y las rebeliones. La antigua gloria había pasado. Ahora en cualquier momento los bárbaros podían caer sobre ellos y arrancarles la libertad.

¿Quién estaba ahí para redimir a este gran país? Solamente este joven que ya había comenzado a demostrar a su temprana edad tan grande valor y tan grande sentido del honor.

-Le daré toda mi alma - reflexionó el gran filósofo.

Le esclareceré la mente, haré que su corazón sea amable, haré de el un ser humano y un griego ideal. Acaso este joven pueda difundir la luz de Grecia por toda el Asia bárbara.

Entra Alejandro a la habitación despacio y se encuentra de pie frente a Aristóteles.

-¡Oh, Aristóteles!- dijo él, ¿En qué piensas?

-Estoy pensando en Grecia- dijo severamente el filósofo con voz entristecida -. ¡Cómo se ha destruido! ¿Dónde está la Atenas de Pericles?

-Grecia está en decadencia – continuo el hombre sabio.

-¿Por qué?

- Por que los griegos no supieron conservar la armonía entre ellos.

-Mira lo que ha estado sucediendo en Grecia, Alejandro, echa un vistazo. Atenas perdió a sus aliados. El ejército espartano derribo sus murallas y la ciudad se llenó de demagogos al servicio de sus propios intereses mezquinos. Después, Esparta comenzó a expandirse y a prosperar sobre las ruinas de Atenas, pero entonces apareció un nuevo rival, Tebas, que atacó a Esparta. La ciudad de Tebas había sido la cuna de dos grandes hombres, Epaminondas y Pelópidas. Ellos encendieron la llama en el corazón de los soldados, marcharon al Peloponeso, y la hasta ahora invencible Esparta doblegó su cerviz en la derrota. Luego Epaminondas y Pelópidas murieron e inmediatamente Tebas comenzó a caer en la decadencia. Y mira lo que sucede ahora: reina el caos y la anarquía…

-¿Y qué se debe hacer, entonces?- dijo la voz tensa.

-Tú eres el que habrá de decírmelo. Estoy aguardando tu respuesta.

Alejandro enrojeció. El pecho le bullía en su interior. Sabía muy bien que se debía hacer, pero mantenía bien oculto el secreto. Vaciló y se quedó en silencio.

-Bueno – pregunto Aristóteles-. No puedes responder.

-Puedo- dijo Alejandro sin alterarse.

-Dímelo entonces. Te escucho.

El silencio continuaba. El relincho de un caballo llegó desde los establos y penetró por la ventana abierta. Alejandro reconoció el relincho de Bucéfalo y su corazón se aceleró.

La decisión no se hizo esperar.

-Te lo diré_ respondió.

-Te escucho.

-Hace falta un gran jefe para poner orden en la anarquía y unir a toda Grecia, para organizar un ejército con todas las ciudades-estado, adiestrarlo bien y salir.

-¿Salir hacia dónde?

Alejandro volvió a guardar silencio. ¿Hacia dónde? El sabía muy bien el lugar. Día y noche no pensaba en otra cosa.

¿Salir hacia dónde?- le urgió nuevamente Aristóteles como exigiéndole que contestara.

-¡El Asia! – respondió Alejandro.

Aristóteles se puso de pie. Caminó despacio a través del cuarto hacia la ventana donde estaba parado su discípulo; levantó el brazo y lo apoyó despacio sobre el hombro de Alejandro.

-¿Y quién es ese jefe? – preguntó con voz pausada y más cordial.

Alejandro no se volvió ni respondió. Dejó ir su mirada hacia el sudoeste en silencio. En su imaginación viajó hacia el mar y más allá del Asia Menor.

-Perdóneme, ¡Oh Aristóteles, mí ilustre maestro! Por hoy la lección ha terminado.

 

 

Espitrídates y Memnón, embajadores de Persia, hablaban con Alejandro, futuro heredero de macedonia y  quedaron asombrados.

-Si este joven crece – le murmuró Espitrídates, mirando a Memnón con malestar – estamos acabados.

-Sí – replicó Memnón con voz ahuecada - . Es un león: está fuera de discusión.

-No debe crecer – gruño Espitrídates apretando el puño -.

No perdamos tiempo. Esta noche, cuando nos encontremos en secreto con Arsites y Artabazo, debemos tomar  una decisión.

 

Para el día de la fiesta de Atenas, la gran diosa de la sabiduría, todos traían ofrendas: Una hogaza de pan consagrado, un poco de aceite en una hermosa jarra; en fin, lo que cada uno podía ofrendarle.

-Nosotros no traemos nada – señalo Alka con desaliento -.

¡Qué vergüenza!

-¿Qué podemos hacer? – dijo Esteban, estando ambos fuera de la ciudad y mirando a sus alrededores- .No tenemos nada.

-Ya lo sé – dijo Alka tomándose las manos.

-¿Qué?

-Podemos recoger flores y tejer dos hermosas guirnaldas para ella. ¡Yo cortaré anémonas!

Por encima de los cercados saltaron y recorrieron a campo traviesa para cortar sus flores. Cortaron y cortaron y no querían dejar de cortar.

-Tengo sed – dijo Alka pasado un momento.

-Sé donde hay una vertiente por aquí  cerca –repuso Esteban.

Cuando llegaron al borde del cañadón divisaron un enorme plátano falso.

-¿Ves aquel plátano falso? – dijo Esteban -. Ahí es donde está el agua, presta atención y la oirás.

-Oigo voces – dijo Alka -. Allí hay hombres que están hablando –tomando de la mano a Esteban. – Lleguemos hasta donde están y démosle un susto – murmuró ella-.

-¡Muy bien! – dijo Esteban, saltando ante la perspectiva de un juego-. Vayamos pero sin hacer ningún ruido…

Allá fueron agazapados. Esteban se escondió detrás de una mata de arbustos y volviendo la cabeza hacia Alka puso un dedo sobre sus labios en señal de silencio.

Esteban conducía el camino hacia la parte de debajo de la cañada que estaba cubierta de espesos arbustos. Avanzando en cuatro patas primero y luego contra el suelo, continúo con Alka detrás.

Finalmente llegaron al área del gran plátano. Ahora podían escuchar claramente la conversación.

-Es difícil – decía una voz.

-Te cubriré de oro – era la respuesta.

-Pero el está siempre rodeado de sus amigos. ¿Cómo he de lograr acercarme a él?

-Su padre se irá a la guerra en un par de días. Te le aproximarás, aparentando que quieres comunicarle una injusticia. Le gritarás, “¡Alejandro, justicia!” y luego…

Alka jadeó, reteniendo a duras penas el grito mientras Esteban le tapaba la boca con la mano:

-¡Shhh! – le advirtió mientras era todo oídos.

-¡Me matarán también a mí! – decía la voz ronca.

-Tendremos un caballo apostado a la puerta del palacio para que escapes. Nuestro gobernador te hará gobernante de alguna provincia rica, ¿entiendes? Te convertirá en un sátrapa. ¡Ahora abre las manos y toma esto!

Se oyó el sonido de unas monedas de oro. Esteban miró y apretó los puños. Allí sentados al pié del plátano como una lechuza estaba el persa Artabazo, quien se pretendía amigo del rey Filipo. Repantigado ante él se hallaba un hombre gigante, de barba rojiza, bigote y el pelo que le caía sobre los hombros.

-¿No oíste que se movían las ramas? – murmuro el gigante a su compañero.

-¿Quién habría de estar espiándonos en este lugar abandonado de la mano de Dios? Vamos, tranquilízate, no hay nada que temer – le decía Artabazo en tono paternal-.

Alka se había arrimado a Esteban ahora y le sostenía la mano.

Alka se sentó junto a Esteban.

-¿Y qué hacemos ahora? – murmuro ella, tomándole la mano con gesto de apaciguarlo-.  ¿Qué deberíamos hacer?

-¿Y me lo preguntas? -  respondió Esteban-. Iré directamente hasta Alejandro y le contaré lo que oí y vi. Su vida está en peligro.

-Confío en ti  - le dijo Esteban -. Dame tu palabra de no decir nada a nadie.

-¡Te doy mi palabra! – dijo en ella levantando en alto su mano derecha para rubricar su juramento.

Una hora más tarde Esteban salía del palacio, sobrio y a la vez complacido. Sentía que había cumplido con su deber.

-Esteban – le había dicho Alejandro cuando éste se iba a retirar-, ten cuidado de no repetir una palabra a nadie. Ni una palabra ¿Qué clase de chica es tu amiga? 

-¡Confío plenamente en ella! – respondió con orgullo Esteban.

-Entonces me quedo tranquilo. Nadie contará nuestro secreto.

 

 

Pasaron dos días. El ejército reunido, marchó fuera de la capital y Filipo, montado en su corcel, fue a inspeccionarlo. Alejandro cabalgaba junto a él, reluciente como el sol sobre el fiero Bucéfalo. Su pelo rubio flotaba al viento.

De pronto los soldados, cambiaron todos los escudos, las jabalinas las apuntaron directamente al cielo y un gran grito surgió de los soldados de a pié y de la caballería. Daba la sensación de un gran rugido:

-¡Larga vida al rey Filipo!

Por un momento Espitrídates inclinó la cabeza hacia su compañero.

-¿Cuántos son? – murmuró -. ¿Cinco mil, diez mil?

¡Nosotros podemos manejar millones! Haremos tabla rasa de este puñado.

- ¿Para qué sirven las multitudes? – dijo Memnón cortante.

-¿A qué llamas bueno entonces, tú, griego?- replico Espitrídates con enojo.

-La calidad – replico Memnón por lo bajo.

-Toma nota, Memnón – se dijo para sí mismo -. Toma nota cuidadosamente y aprende esto. Acaso llegue el momento de tener que ir al combate con estos monstruos adiestrados, los macedonios.

 

Esa misma tarde, Alejandro reunió a sus amigos en el estadio.

Alejandro tenía aspecto solemne. Sólo contaba quince años, pero tenía la apariencia de un hombre adulto.

-Amigos míos –dijo-, esta noche mi padre parte para la guerra. Se internará en el mar Negro hasta la boca del gran río Danubio para atacar a los bárbaros escitas y tribalianos. 

Estoy seguro que retornará victorioso una vez más.

-¡¿Hasta cuándo?! Él gana todas las batallas y no deja ninguna para nosotros.

-Aún nos queda el Asia – gritó el fogoso Cleito.

-¡Es que también conquistará Asia! – dijo Alejandro con tono quejumbroso-. No nos dejará nada para nosotros los jóvenes.

-¿Qué podemos hacer, entonces? – preguntó Filotas.

-A decíroslo he venido aquí. Ahora que mi padre se va, me deja como un sustituto en el trono. Me ha pasado el gran sello del reino, de modo que puedo hacer lo que quiera como rey. ¿Durante cuánto tiempo estará ausente? ¿Un mes? ¿Dos meses? Bueno, entonces hallemos rápidamente una guerra para nosotros, una que nosotros podamos hacer, y ganemos una victoria propia, de modo que cuando él vuelva vencedor del Danubio, nosotros también retornaremos victoriosos. ¡Demostremos que nosotros también somos hombres!

-¿Y contra quien pelearemos? – preguntó el bravo y prudente Pérdicas - ¿Tienen alguna idea?

-Si. Ha llegado a mis oídos que los bárbaros mesios en la frontera septentrional se han sublevados. Han pasado a degüello a nuestros guardias de la frontera y han puesto un rey propio. De modo que vayamos en pos de ellos y pongámosle brete. Arrasemos sus ciudades y establezcamos una nueva ciudad nuestra.

-¡Y la llamaremos Alejandrópolis! –exclamó Hefestión en un fervor por su amigo.

Alejandro permaneció toda la noche despierto, planeando la nueva guerra que tenía en la mente. Tendría que decidir a cuál de sus amigos y a cuáles soldados llevaría con él. También estaba impaciente porque llegara la mañana, para ver si cuanto le había relatado el joven Esteban era verdad. Si el bárbaro con el pelo rojizo y la barba rubia realmente vendría hasta él y le gritaría “¡justicia, Alejandro!” y sacaría una daga escondida.

 

Rompió el día. Alejandro se hallaba sentado en el trono de mármol entre las columnas de maderas a la entrada del palacio. En el centro se elevaba el altar del gran dios Olimpo, Zeus (Dia).

-Oh Dia, padre de los dioses y de los hombres; Tú que pusiste orden en el caos, y derrotaste a las fuerzas bárbaras de la naturaleza, los Titanes, escucha mi plegaria. Ayuda a mi padre a derrotar a los bárbaros. Los reyes son tus representantes en la tierra; también ellos ponen orden en el caos lo mejor que pueden. Protege a mi padre y a su ejército, y protégeme a mí, su hijo. Dame fuerzas no sólo para igualarlo sino para superarlo, pues, ¿cuál es el supremo deber de un hijo, sino superar a su padre?

 Elevando sus brazos al cielo sus amigos exclamaron a coro:

-Padre Dia, ¡escucha el ruego de Alejandro!

Alejandro volvió al trono y se sentó. Miró a su alrededor para ver si distinguía entre la multitud al bárbaro de la barba roja y el bigote caído. “Toda esa idea de la conspiración podría ser producto de la imaginación del muchacho” - pensaba.

Un viejo desharrapado había llegado hasta Alejandro.

-Oh, mi príncipe –rogaba-, caigo a tus pies. No me dejes morir de hambre.

Alejandro indicó al oficial de guardia:

-Amintas –ordenó- toma nota del nombre de este anciano y ordena que se le dé una mensualidad por la suma que necesite para vivir. Es vergonzoso llevar hombres a la guerra y dejar sus familias desprotegidas. Cuando yo sea rey acabaré con esa injusticia.

Mientras él hablaba, se produjo un murmullo de excitación entre la multitud. El murmullo creció y la gente se daba vueltas para mirar en dirección de la entrada exterior donde dos hombres que vestían simples quitones griegos acababan de llegar de Grecia y en ese momento entraban a palacio.

-¡Embajadores de Atenas! –exclamaban las voces.

-¿Quiénes son? Amintas, ve y averigua –dijo Alejandro al oficial de guardia, levantándose a medias de su sitial por la impaciencia.

A poco el oficial retornó muy agitado.

-¡Enviados de Atenas! –exclamó, Esquines y otro… -vaciló el oficial.

-¿Quién es el otro? ¡Su nombre!

-Demóstenes.

-¡Demóstenes! ¡Nuestro temible enemigo!

El nombre del gran orador era famoso en Macedonia. Todos los odiaban. Era un terrible enemigo. ¿Acaso no era él el que llamaba bárbaros a los Macedonios? ¿Acaso no era él el que había impedido que los atenienses fueran aliados de Filipo? ¡Y qué arengas había pronunciado contra Filipo! ¡Ahora estaba aquí en persona, atreviéndose a presentarse en la corte real de Macedonia!

Alejandro se puso de pie. Este hombre no le gustaba para nada, pero admiraba su temeridad, su formidable poder retórico y su patriotismo. Pese a su estrechez mental y enemistad hacia ellos, el hombre poseía grandes virtudes.

-¿Cuál de ustedes es Demóstenes? – pregunto Alejandro no sin cierta ansiedad.

-¡Yo soy! –respondió el mayor adelantándose un paso.

Alejandro también, avanzó un paso. Se miraron un momento sin decirse nada.

“¡Éste es el célebre orador; éste es nuestro notable enemigo Demóstenes!” pensó el príncipe para sí mismo, mientras el corazón le latía aceleradamente. No sabía qué decirle, cómo comenzar. Pero rápidamente controló su emotividad.

-Demóstenes – le dijo, sé cuán enemigo nuestro eres. Sé cómo nos difamas y nos llamas bárbaros aunque nosotros, también somos verdaderos griegos.

-…Sé todo eso, pero has venido a nuestro palacio como embajador de una ciudad que merece respeto del mundo entero como lo es Atenas. Eres por lo tanto un personaje sagrado y no permitiré que nadie te falte el respeto. Eres mi huésped ¡Bienvenido! Y tú, Esquines, también eres bienvenido como nuestro amigo y aliado. ¿Qué vienes a pedir de nosotros?

Demóstenes comenzó a responder, pero se le quebró la voz. Él, que podía hacer temblar las multitudes cuando pronunciaba sus discursos en público, él, que como Pericles atronaba al hablar, apenas podía pronunciar una palabra.

-¡Venimos como embajadores de Atenas para hablar con tu padre Filipo! –dijo Esquines.

-¿Y no conmigo? –preguntó Alejandro ensombreciéndosele el rostro.

-No –tartamudeó Demóstenes.

Alejandro sonrió sardónicamente.

-¿Aún os parezco un niño?

Demóstenes no respondió.

Entre medio de la conversación, un hombre gigantesco se desprendió de la multitud y avanzó y se detuvo ante los embajadores.

-¡Oh Alejandro, justicia! –gritó.

El príncipe retrocedió un paso, se pegó contra la columna de madera y dirigió la mano a la espada recordando que ésta era la señal que le había mencionado Esteban: eso era lo que diría el bárbaro que lo debía asesinar.

Miró al tonante gigantesco, pero éste no tenía barba ni bigote ni pelo largo que le colgara sobre los hombres. No podía ser éste.

-¿Qué deseas? –le preguntó-. ¿Quién te ha inferido una injusticia?

-Tengo un importante secreto que comunicarte, mi príncipe –replicó el hombre-. Nadie debe escucharlo- y avanzó un paso hacia Alejandro.

Esteban dejó escapar un grito tremendo:

-¡Es él, es él! – exclamó-. ¡Alejandro: es él!

Pero veloz como el relámpago el gigante ya había desenvainado su daga de la cintura y la lanzaba contra Alejandro. El príncipe esquivó, ágil como un tigre, y el cuchillo fue a clavarse en la columna de madera.

Con un gemido animal, el bárbaro dio media vuelta y se lanzó hacia la puerta de salida donde el caballo ensillado lo aguardaba. Asombrada la multitud le hizo lugar para que pasara. Él llegó al caballo, dio un salto para montarlo cuando Pérdicas y Crátero lo atacaron con espadas desenvainadas de un golpe, Crátero partió en dos la cabeza del gigante.

-¡No lo toquéis! – gritó Alejandro-. ¡Él no es el culpable!

Pero era demasiado tarde. El bárbaro cayó al suelo con un golpe seco. Estaba muerto.

Alejandro descendió los escalones del palacio y se dirigió al centro del recinto donde se encontraban los dos persas. Arsites y Artabazo se hallaban de pie como si no tuvieran nada que ver. Alejandro se les acercó, les puso las manos sobre los hombros y les dijo:

-Idos. Vosotros sois bárbaros, de modo que tenéis maneras cobardes de pelear contra vuestros enemigos. Unos de estos días nos encontraremos en los jardines de Persia y nos mediremos como conviene a los hombres.

Luego se volvió hacia la multitud.

-¡Que nadie los toque! –ordenó.

Los dos persas, pálidos y mudos, se deslizaron entre la multitud y desaparecieron.

 

 

Un oficial entregó a Elpinice la madre de Esteban una carta.

-¡Lo envía el príncipe Alejandro!- dijo. Luego saludó y partió.

Esteban abrió primero la carta. Su madre, de pié ante él, lo observaba con orgullo.

-Lee en voz alta, hijo mío,  para que pueda oír yo también.

Esteban leía y le temblaba la voz:

 

Alejandro, hijo de Filipo, a su hermano Esteban, hijo del galeno Filipo y de Elpinice.

¡Mis saludos!

Desde este día te designo mi edecán: dormirás en palacio cerca de mi habitación y me acompañaras donde quiera que yo vaya, en la guerra y en la paz. Probaste ser alerta y valiente y eres meritorio. Y esta noche te  invito a palacio para que asistas al simposio que realizaré para mis amigos en celebración por haber salido ileso del atentado de asesinato.

 

La madre abrazó a su hijo, mientras lloraba copiosamente.

-¿Por qué lloras, madre? – le preguntó Esteban  sorprendido.

-No lo sé, hijo mío, no lo sé – respondió la sencilla Elpinice-. Estoy feliz de que ingreses a palacio como edecán de nuestro amado príncipe Alejandro -. Ella se secó las lágrimas y trató de recomponerse con una sonrisa de valentía.  

-¡Padre!_ exclamó el muchacho-, ¡Alejandro me ha hecho su edecán!

-Lo sé – respondió el galeno-. Por eso vengo, quiero decirte algunas cosas que deberías saber si quieres ser amado y honrado por los hombres.

-Te escucho, padre – murmuró Esteban inclinando la cabeza pues estaba muy conmovido.

-En primer lugar, hijo mío te doy este difícil e importante consejo: nunca estés satisfecho con los que hayas hecho. Siempre has de decirte, ¡no es suficiente, debo tratar de ser más valiente, mejor, más digno! Nunca te compares con nadie inferior a ti y pienses, ‘soy mejor que él’ y descanses sobre tus laureles; por el contrario, siempre debes mirar al que está por encima de ti y pensar: ‘soy inferior a el’ y debes estar orgulloso de tratar de parecértele, ¿comprendes?

-Lo comprendo, padre – murmuro Esteban.

-Bien – continuó Filipo-, te daré un segundo consejo: nunca seas altivo ni arrogante con tus inferiores, sé siempre bueno y amable. Con respecto a tus superiores no seas tímido ni servil, sé honorable y directo. No importa ante quién te halles, nunca olvides que eres un hombre libre.

-¡Nunca lo olvidaré! –murmuró Esteban una vez más.

-Y una tercera advertencia – continuó Filipo-. Dí siempre la verdad, no importa cuáles sean sus consecuencias. Nunca condesciendas a decir una mentira. El que miente es un esclavo. Un hombre libre, simple dice la verdad.

-No tengo nada más que decirte –concluyó. Ahora ve, apresúrate a presentarte en el palacio.

Cuando volvió a ver a su madre no podía casi reconocerlo. ¡Su joven hijo parecía un príncipe!

-Ve con mi bendición – le dijo con voz quebrantada por la emoción-. No sé muchas cosas como tu padre, de modo que sólo te digo una cosa más: Ama. ¡Ama a todo el mundo!

 

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Presentación

Texto Libre

Te advierto, quien quieras que fueres,
¡Oh! Tú que deseas sondear los arcanos de la naturaleza, que si no hallas dentro de ti mismo aquello que buscas, tampoco podrás hallarlo fuera.
Si tú ignoras las excelencias de tu propia casa, ¿cómo pretendes encontrar otras excelencias?
En ti se halla oculto el Tesoro de los Tesoros
¡Oh! Hombre, conócete a ti mismo y conocerás el universo y a los Dioses."

ORACULO DE DELFOS