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18 octubre 2010 1 18 /10 /octubre /2010 01:36

 

 

Otro gran personaje de la magnífica novela El Manantial, es Gail Wynand. A continuación un extracto del libro en donde se expone su Biografía intensa, llamativa e inspiradora.

 


imgthe fountainhead4Gail Wynand vivía con su padre en el sótano de una vieja casa en el corazón de Hell’s Kitchen. Su padre era estibador, hombre alto, silencioso, ignorante, que nunca había ido a la escuela. Su propio padre y su abuelo fueron de la misma clase y ellos no habían conocido en su familia nada más que pobreza. Pero algo más atrás de la línea, había habido una raíz de aristocracia, la gloria de algún antecesor noble y después alguna tragedia, desde hacía tiempo olvidada, que había conducido a los descendientes al arroyo.

La madre de Gail había muerto tísica cuando él tenía dos años. Era hijo único. Sabía, vagamente, que había habido algún drama en el matrimonio de su padre; había visto un cuadro de su madre en el que estaba vestida de tal forma que no parecía una mujer del vecindario: era muy hermosa. Cuando ella murió, la vida terminó para su padre. Él amaba a Gail, pero era una devoción que no requería dos frases por semana.

Gail no se parecía ni a su padre ni a su madre. Era la reversión de algo que uno no podía figurarse suficientemente. Siempre había sido demasiado alto para su edad y demasiado delgado. Los muchachos lo llamaban <<Wynand el Largo>>. Nadie sabía que tenía en lugar de músculos; ellos sabían solamente que algo diferente tenía.

            Había trabajado desde la infancia en los más diversos oficios. Durante mucho tiempo vendió diarios en las esquinas. Un día subió a la oficina del patrón y le manifestó que debería empezar un nuevo servicio entregando el diario a la mañana en la puerta del lector, y explicó cómo y por que se fomentaría la circulación.

– ¿Si? – dijo el patrón.

– Sé que eso produciría  – dijo Wynand.

– Bueno, usted no manda aquí – replicó el patrón.

– Usted es un idiota – repuso Wynand.

Perdió el empleo.

Trabajó en una tienda de comestibles. Hacía el reparto, barría el piso de madera regado, seleccionaba la verdura de barriles llenos de vegetales podridos, ayudaba a atender a los clientes pasando pacientemente una libra de harina o llenando un jarro con leche de una inmensa lechera. Era como emplear un rodillo a vapor para planchar pañuelos. Pero se decidió a continuar y así lo hizo. Un día le expuso al tendero que sería una buena idea envasar en botellas, como el whisky.

– Cierre la boca y vaya a atender a la señora de Sullivan que está allí – dijo el patrón – y no me diga nada de mi negocio que yo no sepa. No manda aquí.

Trabajó en un billar. Limpiaba lo que dejaban los borrachos cuando se iban. Vio y oyó cosas que lo inmunizaron contra el asombro para el resto de su vida. Hizo grandes esfuerzos y aprendió a callar, y a conservar el lugar que los otros le indicaban, a aceptar la ineptitud como amo… y a esperar. Nadie lo había oído hablar de lo que sentía. Sentía muchas emociones hacia el prójimo, pero el respeto no era ninguna de ellas.

Trabajó de limpiabotas en un ferry-boat. Lo empujaba y le daba órdenes cada abotagado vendedor de caballos, cada marinero borracho de a bordo. Si hablaba oía alguna espesa voz que respondía: <<Usted no manda aquí>>. Pero le gustaba el trabajo. Cuando no tenía clientes, se quedaba en la baranda, miraba hacia Manhattan. Miraba los tableros amarillos de las nuevas casas, los terrenos baldíos, las grúas y pocas torres que se elevaban a lo lejos. Pensaba en lo que podría edificarse y en lo que podía destruirse en el espacio, y en la promesa de lo que se podía hacer con él. Una voz ronca lo interrumpía: <<!Eh, muchacho!>> Y volvía a su tarea y se inclinaba humildemente sobre algún zapato lleno de barro.

            Gail Wynand había aprendido a leer y a escribir por si mismo a la edad de cinco años, haciendo preguntas. Leía todo lo que encontraba. No podía tolerar lo inexplicable. Tenía que comprender todo lo que era comprendido por otros. El emblema de su infancia – el escudo de armas que escogió como divisa en lugar del que había desde hacía siglos – fue un signo de interrogación. Nadie tenía necesidad de explicarle dos veces una misma cosa. Obtuvo sus primeros conocimientos de matemáticas con los ingenieros, mientras colocaba los tubos de las cloacas. Aprendió geografía con los marineros, en los muelles. Aprendió instrucción cívica con los políticos de un club local donde se reunían los gangsters. Nunca había ido a la iglesia ni a la escuela. Tenía doce años cuando entró en la iglesia. Escucho un sermón sobre la paciencia y la humildad. Jamás volvió. Tenía trece años cuando decidió ver en que consistía la educación y se matriculó en una escuela pública.

            Durante la primera semana de escuela la maestra llamaba a Wynand constantemente; era para ella un gran placer porque siempre contestaba. Después de un mes la maestra dejó de tomar cuenta de su presencia. Parecía innecesario. Se sentaba, resuelto, durante horas que arrastraba como cadenas, sudando por extraer algún destello de inteligencia de los ojos vacíos y de las voces murmuradoras. Después de dos meses, repasando los rudimentos de historia que había tratado de inculcar en la clase, la maestra preguntó:

– ¿Y cuántos Estados había originariamente en la Unión?

            Ninguna mano se levantó. Entonces Gail Wynand agitó la suya. La maestra asintió con la cabeza. Él se puso de pie.

– ¿Por qué tengo que atragantarme diez veces con la misma cosa?

Yo conozco todo eso.

            – Usted no es el único en la clase – respondió la maestra.

            Él dijo algo que la hizo poner pálida primero, y roja quince minutos más tarde, cuando lo entendió completamente. Se dirigió hacia la puerta. En el umbral se volvió y agregó:

– Si, había trece estados originarios.

            Fue su último intento de educación formal.

Había gente en Hell’s Kitchen que nunca se aventuraba a ir más allá de sus límites y otros que raras veces salían de las viviendas donde habían nacido. Pero Gaild Wynand andaba a menudo por las calles más importantes de la ciudad. No sentía amargura contra el mundo de la riqueza, ni envidia, ni temor. Era simplemente curioso y se sentía en la casa como en la Quinta Avenida y como en cualquier otra parte. Pasaba por las mansiones majestuosas con las manos en los bolsillos y los dedos saliéndosele por la punta de los zapatos. La gente los miraba fijamente, pero a él no le producía efecto. Pasaba y dejaba tras sí la impresión de que pertenecía a la calle y los otros no. En aquella época no quería nada más que comprender.

            Quería saber qué era lo que hacía diferente a aquella gente de la de su barrio. No era la ropa ni los carruajes ni los bancos lo que le llamaba la atención: eran los libros. La gente de su barrio tenía trajes, carruajes y dinero, los grados no tenían importancia, pero no leían libros. Decidió saber qué leía la gente de la Quinta Avenida. Un día vio una dama que estaba esperando en un carruaje junto a la acera; sabía que era una dama; su juicio en tales materias era más agudo que la discriminación de la guía social. Estaba leyendo un libro. Saltó al estribo del coche, le arrebató el libro y salió disparado. Se hubiese necesitado hombres más ligeros y más delgados que los polizontes para alcanzarlo.

            Era un volumen de Herbert Spencer. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para llegar hasta el fin, pero lo leyó. Comprendió la cuarta parte de lo que había leído. Pero esto lo encaminó hacia un proceso que prosiguió con sistemática y obstinada determinación. Sin consejo, sin guía ni plan empezó a leer un incongruente surtido de libros. Encontraba algún pasaje que no podía comprender en un libro y buscaba otro sobre el mismo tema. Se extendía irregularmente en todas direcciones: leía volúmenes de erudición especializada primero y textos de escuela superior después. No había orden en sus lecturas, pero había orden en lo que le quedaba en la mente.

            Descubrió la sala de lectura de la Biblioteca Pública y asistió allí algún tiempo para estudiar su disposición. Después, un día, en diversas ocasiones, una sucesión de muchachos lamentablemente peinados y lavados inconvenientemente, fueron a visitar la sala de lectura. Cuando entraron eran delgados, pero no así cuando salieron. Aquella noche Gail Wynand tenía una pequeña biblioteca propia en un rincón del sótano. Su pandilla había ejecutado sus órdenes sin protestar. Era un deber escandaloso; ninguna pandilla que se respetara había saqueado algo tan innecesario como libros; pero Wynand <<el largo>>, había dado las órdenes y nadie discutía con él.

            Tenía quince años cuando un día se encontró una mañana en la calle, convertido en una masa sanguinolenta, ambas piernas quebradas, golpeado por algún estibador. Estaba inconciente, pero había estado conciente aquella noche después de haber sido golpeado. Lo habían dejado abandonado en una oscura avenida. Había visto una luz cerca de la esquina. Nadie sabía cómo se las había arreglado para arrastrarse hasta la esquina, pero lo hizo y se vio después el largo reguero de sangre en el pavimento. Se había arrastrado solamente con la ayuda de los brazos. Había golpeado la parte inferior de una puerta. Era una taberna que todavía estaba abierta. El tabernero salió. Fue la única vez en su vida que Gail pidió ayuda. El tabernero lo contempló con una mirada inexpresiva y pesada que exteriorizaba una indiferencia bovina y estólida. Se metió dentro y cerró la puerta de golpe. No quería mezclarse en las peleas de las pandillas.

            Años más tarde, Gail Wynand, propietario del New York Banner, recordaba aún los nombres del estibador y del tabernero y sabía dónde los podía encontrar. No le hizo nada al estibador, pero causó la ruina del tabernero, que perdió su casa, sus ahorros y tuvo que suicidarse.

            Gail Wynand tenía diecisiete años cuando murió su padre. Estaba solo, sin empleo en aquel momento, con sesenta centavos en el bolsillo, la cuenta del alquiler sin pagar y una erudición caótica. Resolvió que había llegado el momento de decidir lo que había de ser su vida. Aquella noche se subió al tejado de su vivienda y contempló las luces de la ciudad, aquella ciudad en donde él no tenía autoridad. Sus ojos se dirigieron lentamente desde las casas achatadas que lo rodeaban hasta las ventanas de las mansiones que estaban a lo lejos. Solamente había cuadrados iluminados y suspendidos en el espacio, pero según ellos se podía decir los edificios a los cuales pertenecían: las luces que lo rodeaban parecían turbias, desalentadoras, aquellas que estaban a lo lejos eran claras y compactas. Se hizo una sola pregunta: ¿Qué era lo que penetraba en aquellas casas, las obscuras y las brillantes, indistintamente, qué era lo que llegaba a cada habitación, a cada persona? Todos tenían pan. ¿Se podía formular una regla común para los hombres por el pan que compraban? Tenían calzado, café, tenían… seguridad para el resto de la vida.

            A la mañana siguiente, entró en la redacción de la Gazzette, un diario de cuarta categoría, instalado en un edificio destartalado, y pidió trabajo. El redactor miró sus ropas y le inquirió:

            – ¿Puede usted deletrear la palabra gato?

            – ¿Puede usted deletrear la palabra antropomorfología? – le preguntó Wynand.

– No tenemos empleo aquí – dijo el redactor.

– Insistiré repuso Wynand –. Empléeme cuando me necesite. No tiene necesidad de pagarme. Me abonará un salario cuando se de cuenta de que tiene que pagármelo.

            Se quedó en el edificio, sentado en las escaleras que conducían a la redacción. Durante una semana fue allí todos los días. Nadie le prestaba atención. Por las noches dormía en los zaguanes. Cuando ya casi no le quedaba dinero, robaba alimentos en los mostradores o en los cubos de la basura y después volvió a su puesto en las escaleras.

            Un día un reportero sintió lástima y al bajar la escalera le arrojó un níquel, diciéndole:

– Tómate un plato de sopa, chico.

Wynand no tenía nada más que diez centavos en el bolsillo. Tomó los diez centavos y se los arrojó al reportero, diciéndole:

– Cómprese un tornillo.

El hombre profirió un juramento y siguió bajando la escalera.

El níquel y los diez centavos quedaron en los escalones. Wynand no los quería tocar. La historia se repitió en la redacción y un empleado de cara granujienta, encogiéndose de hombros, se apoderó de las dos monedas.

            Al fin de la semana, durante la hora de mayor trabajo, un empleado de la redacción llamó a Wynand para que llevase un recado. A aquél siguieron otras pequeñas tareas. Obedecía con precisión militar. A los diez días recibía un salario. A los seis meses era reportero. A los dos años era socio.

            Gail Wynand tenía veinte años cuando se enamoró. Había conocido todo lo que se podía conocer en materia sexual desde la edad de trece años. Había tenido muchos amores. Nunca hablaba de amor, no se forjaba ilusiones románticas y trataba la cuestión como una simple transacción animal; pero en esto era perito y las mujeres, con sólo mirarlo, se daban cuenta de ello. La muchacha de la cual se enamoró tenía una belleza exquisita, una belleza para ser adorada y no para ser deseada. Era frágil y silenciosa.

            Se transformó en la amante de Gail Wynand. Él se permitió la debilidad de ser feliz. Se habría casado en seguida si ella se lo hubiera dicho, pero se dijeron muy poco uno al otro. Él sentía que entre ellos estaba todo acordado.

            Una noche Wynand habló. Sentado a sus pies, con el rostro levantado hacia ella, su alma se hizo oír:

– Querida, lo que quieres, lo que soy, lo que puedo llegar a ser… Esto es lo que quiero ofrecerte, no las cosas que puedo obtener para ti, sino las que están en mí y será posible conseguir aquello a lo que un hombre no puede renunciar y a lo que yo renunciaría para que fuese tuyo, para que esté a tu servicio, solamente para ti.

– La chica sonrió y le preguntó:

– ¿Soy más linda que Maggy Nelly?

Se puso en pie y sin decir nada salió de la habitación. Nunca volvió a verla. Gail Wynand, que se jactaba de no haber necesitado jamás que le dieran dos veces una misma lección, no se volvió a enamorar a los años siguientes.

Tenía veintiún años cuando su carrera en la Gazette estuvo amenazada por primera y única vez. La policía y la corrupción no lo habían molestado: las conocía muy bien. Su pandilla había sido pagada para ayudar a dar palizas a los votantes en los días de elecciones, pero cuando Pat Mulligan, capitán de policía del distrito, fue acusado injustamente, Wynand no lo pudo soportar porque Pat Mulligan era el único hombre honesto que había conocido.

            Durante tres años Wynand había conservado un pequeño recorte: un editorial sobre la corrupción, escrito por el famoso director de un gran diario. Lo había conservado porque era el tributo a la integridad más hermoso que había leído. Tomó el recorte y se fue a ver al gran director. Le hablaría de Mulligan y entre los dos vencerían a la <<máquina>>.

Recorrió la ciudad hasta llegar al edificio del famoso diario. Tuvo que caminar. Tenía que dominar la furia que tenía dentro de sí. Fue recibido por el director; tenía un aire que le hacía ser admitido en cualquier lugar contra todas las reglas. Vio a un hombre gordo, sentado al escritorio, con ojos como finas ranuras, colocados muy juntos. No se presentó a sí mismo, pero colocó el recorte sobre el escritorio y dijo:

– ¿Recuerda esto?

El director miró el recorte y después a Wynand. Era una mirada que Wynand ya había visto antes: la que tenían los ojos del tabernero cuando le cerró la puerta en las narices.

– ¿Cómo quiere que recuerde cada articulo que escribo? – dijo el directo.

            Después de un instante Wynand le dijo:

– Gracias.

Fue la única vez en su vida que sintió gratitud por alguien. La gratitud era genuina, el pago por una lección que no volvería a necesitar. Hasta el director se dio cuenta de que algo fundamentalmente malo había en aquel seco <<gracias>>, tan amenazador, pero no supo que para Wynand había constituido una necrología.

Los tenderos y los estibadores no habían apreciado a Wynand, los políticos sí. En los años que estaba en el diario había aprendido a comportarse con la gente. Su cara había asumido la expresión que iba a tener el resto de su vida: no una sonrisa, sino una inmóvil mirada de ironía dirigida hacia todo el mundo. La gente creía que esa mofa se refería a las cosas especiales de las cuales deseaba mofarse. Además, resultaba agradable tratar con un hombre a quien no molestaban la pasión ni la santidad.

Tenía veintitrés años cuando una fracción rival quiso ganar una elección municipal, necesitó un diario para hacer propaganda a la plataforma, y compró la Gazette. La compraron en nombre de Gail Wynand que iba a dar el frente, como persona honorable, en nombre de la cuadrilla. Gail Wynand se transformó en director. Hizo propaganda y ganó la elección para sus jefes. Dos años más tarde aplastó a la camarilla, mandó a los jefes a la cárcel y se quedo como dueño único de la Gazette.

Su primer acto fue romper el letrero que estaba encima de la puerta del edificio y suprimió el título antiguo del diario. La Gazette se transformó en el New York Banner. Sus amigos le objetaron. <<Los periodistas no deben cambiar el nombre de un diario>>, le dijeron. <<Yo soy el único que lo cambia>>, replicó.

La primera campaña del Banner fue una llamada para conseguir dinero con motivo de caridad. Desplegado en toda su amplitud, con una cantidad de espacio igual, el Banner publicó dos relatos: uno, acerca de la lucha de un joven hombre de ciencia, que se moría de hambre en una buhardilla, trabajando en un gran invento; el otro, acerca de una camarera, la amante de un asesino que había sido ejecutado, la cual esperaba el nacimiento de un hijo ilegítimo. Uno de los relatos fue ilustrado con diagramas científicos, el otro con el retrato de una muchacha de boca caída, con expresión trágica y mal vestida. El Banner pidió a sus lectores que ayudaran a ambos desdichados. Recibió nueve dólares con cincuenta y cinco centavos para el joven sabio y mil setenta y siete dólares para la madre soltera. Gail Wynand citó a los redactores para una reunión. Colocó sobre la mesa el ejemplar del diario que contenía los dos relatos y el dinero recogido de ambos.

– ¿Hay alguno que no comprenda? – preguntó. Nadie respondió. Entonces agregó –: Ahora saben todos qué clase de diario va a ser el Banner.

            Los directores de su tiempo se enorgullecían de estampar en los diarios su personalidad individual. Wynand entregó su diario – en cuerpo y alma – al populacho. El Banner asumió el aspecto de un cartelón de circo en el cuerpo, y de una representación de circo en el alma.

            El público pedía crimen, escándalo, sentimiento. Gail Wynand se lo facilitaba. Le daba a la gente lo que deseaba, además de una justificación para que dieran rienda suelta a los gustos de los cuales debía avergonzarse. El Banner presentaba crímenes, incendios, raptos, corrupciones, con una moral apropiada en contra de cada caso. Había tres columnas de detalle frente a una columna de moral. <<Si se le impone a la gente un deber noble, se aburre – dijo Wynand –. Si se le deja que dé rienda a sus sentimientos, le avergüenza; pero si se combinan los dos, se la conquista.>> Publicaba relatos sobre muchachas caídas, divorcios aristocráticos, asilos de niños expósitos, lupanares, hospitales de caridad. <<El sexo primero –decía  Wynand –, las lagrimas después. Hágalos arder de deseos, y hágalos llorar, y los habrá conseguido.>>

            <<Son las novedades – decía Wynand a los redactores – las que excitan al mayor número. Lo que los impresiona estúpidamente. Lo más tonto es siempre lo mejor, siempre que haya bastantes tontos.>>

            Un día llevó a la oficina un hombre que había encontrado en la calle. Era un hombre ordinario, ni bien vestido ni raído; ni alto ni bajo; ni moreno ni rubio; tenía uno de esos rostros que uno no podría recordar aunque tratase de retenerlo. Impresionaba al ser tan totalmente vulgar; carecía hasta de la distinción de un imbécil. Wynand lo hizo recorrer el edificio, se lo presentó a cada uno de los redactores y después lo dejó partir. Después citó a los redactores y les dijo:

– Cuando tengan dudas sobre el trabajo, acuérdense de la cara de ese hombre, Escriban para él.

– Pero, señor Wynand – dijo un redactor joven –, uno no puede recordar esa cara.

            – Ahí está la cuestión – repuso Wynand.

 

 

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18 octubre 2010 1 18 /10 /octubre /2010 01:28

 

 

Otro gran personaje de la magnifica novela El Manantial, es Gail Wynand. A continuación un extracto del libro en donde se expone su Biografía intensa, llamativa e inspiradora.


 

 

 

imgthe fountainhead4Gail Wynand vivía con su padre en el sótano de una vieja casa en el corazón de Hell’s Kitchen. Su padre era estibador, hombre alto, silencioso, ignorante, que nunca había ido a la escuela. Su propio padre y su abuelo fueron de la misma clase y ellos no habían conocido en su familia nada más que pobreza. Pero algo más atrás de la línea, había habido una raíz de aristocracia, la gloria de algún antecesor noble y después alguna tragedia, desde hacía tiempo olvidada, que había conducido a los descendientes al arroyo.

La madre de Gail había muerto tísica cuando él tenía dos años. Era hijo único. Sabía, vagamente, que había habido algún drama en el matrimonio de su padre; había visto un cuadro de su madre en el que estaba vestida de tal forma que no parecía una mujer del vecindario: era muy hermosa. Cuando ella murió, la vida terminó para su padre. Él amaba a Gail, pero era una devoción que no requería dos frases por semana.

Gail no se parecía ni a su padre ni a su madre. Era la reversión de algo que uno no podía figurarse suficientemente. Siempre había sido demasiado alto para su edad y demasiado delgado. Los muchachos lo llamaban <<Wynand el Largo>>. Nadie sabía que tenía en lugar de músculos; ellos sabían solamente que algo diferente tenía.

            Había trabajado desde la infancia en los más diversos oficios. Durante mucho tiempo vendió diarios en las esquinas. Un día subió a la oficina del patrón y le manifestó que debería empezar un nuevo servicio entregando el diario a la mañana en la puerta del lector, y explicó cómo y por que se fomentaría la circulación.

– ¿Si? – dijo el patrón.

– Sé que eso produciría  – dijo Wynand.

– Bueno, usted no manda aquí – replicó el patrón.

– Usted es un idiota – repuso Wynand.

Perdió el empleo.

Trabajó en una tienda de comestibles. Hacía el reparto, barría el piso de madera regado, seleccionaba la verdura de barriles llenos de vegetales podridos, ayudaba a atender a los clientes pasando pacientemente una libra de harina o llenando un jarro con leche de una inmensa lechera. Era como emplear un rodillo a vapor para planchar pañuelos. Pero se decidió a continuar y así lo hizo. Un día le expuso al tendero que sería una buena idea envasar en botellas, como el whisky.

– Cierre la boca y vaya a atender a la señora de Sullivan que está allí – dijo el patrón – y no me diga nada de mi negocio que yo no sepa. No manda aquí.

Trabajó en un billar. Limpiaba lo que dejaban los borrachos cuando se iban. Vio y oyó cosas que lo inmunizaron contra el asombro para el resto de su vida. Hizo grandes esfuerzos y aprendió a callar, y a conservar el lugar que los otros le indicaban, a aceptar la ineptitud como amo… y a esperar. Nadie lo había oído hablar de lo que sentía. Sentía muchas emociones hacia el prójimo, pero el respeto no era ninguna de ellas.

Trabajó de limpiabotas en un ferry-boat. Lo empujaba y le daba órdenes cada abotagado vendedor de caballos, cada marinero borracho de a bordo. Si hablaba oía alguna espesa voz que respondía: <<Usted no manda aquí>>. Pero le gustaba el trabajo. Cuando no tenía clientes, se quedaba en la baranda, miraba hacia Manhattan. Miraba los tableros amarillos de las nuevas casas, los terrenos baldíos, las grúas y pocas torres que se elevaban a lo lejos. Pensaba en lo que podría edificarse y en lo que podía destruirse en el espacio, y en la promesa de lo que se podía hacer con él. Una voz ronca lo interrumpía: <<!Eh, muchacho!>> Y volvía a su tarea y se inclinaba humildemente sobre algún zapato lleno de barro.

            Gail Wynand había aprendido a leer y a escribir por si mismo a la edad de cinco años, haciendo preguntas. Leía todo lo que encontraba. No podía tolerar lo inexplicable. Tenía que comprender todo lo que era comprendido por otros. El emblema de su infancia – el escudo de armas que escogió como divisa en lugar del que había desde hacía siglos – fue un signo de interrogación. Nadie tenía necesidad de explicarle dos veces una misma cosa. Obtuvo sus primeros conocimientos de matemáticas con los ingenieros, mientras colocaba los tubos de las cloacas. Aprendió geografía con los marineros, en los muelles. Aprendió instrucción cívica con los políticos de un club local donde se reunían los gangsters. Nunca había ido a la iglesia ni a la escuela. Tenía doce años cuando entró en la iglesia. Escucho un sermón sobre la paciencia y la humildad. Jamás volvió. Tenía trece años cuando decidió ver en que consistía la educación y se matriculó en una escuela pública.

            Durante la primera semana de escuela la maestra llamaba a Wynand constantemente; era para ella un gran placer porque siempre contestaba. Después de un mes la maestra dejó de tomar cuenta de su presencia. Parecía innecesario. Se sentaba, resuelto, durante horas que arrastraba como cadenas, sudando por extraer algún destello de inteligencia de los ojos vacíos y de las voces murmuradoras. Después de dos meses, repasando los rudimentos de historia que había tratado de inculcar en la clase, la maestra preguntó:

– ¿Y cuántos Estados había originariamente en la Unión?

            Ninguna mano se levantó. Entonces Gail Wynand agitó la suya. La maestra asintió con la cabeza. Él se puso de pie.

– ¿Por qué tengo que atragantarme diez veces con la misma cosa?

Yo conozco todo eso.

            – Usted no es el único en la clase – respondió la maestra.

            Él dijo algo que la hizo poner pálida primero, y roja quince minutos más tarde, cuando lo entendió completamente. Se dirigió hacia la puerta. En el umbral se volvió y agregó:

– Si, había trece estados originarios.

            Fue su último intento de educación formal.

Había gente en Hell’s Kitchen que nunca se aventuraba a ir más allá de sus límites y otros que raras veces salían de las viviendas donde habían nacido. Pero Gaild Wynand andaba a menudo por las calles más importantes de la ciudad. No sentía amargura contra el mundo de la riqueza, ni envidia, ni temor. Era simplemente curioso y se sentía en la casa como en la Quinta Avenida y como en cualquier otra parte. Pasaba por las mansiones majestuosas con las manos en los bolsillos y los dedos saliéndosele por la punta de los zapatos. La gente los miraba fijamente, pero a él no le producía efecto. Pasaba y dejaba tras sí la impresión de que pertenecía a la calle y los otros no. En aquella época no quería nada más que comprender.

            Quería saber qué era lo que hacía diferente a aquella gente de la de su barrio. No era la ropa ni los carruajes ni los bancos lo que le llamaba la atención: eran los libros. La gente de su barrio tenía trajes, carruajes y dinero, los grados no tenían importancia, pero no leían libros. Decidió saber qué leía la gente de la Quinta Avenida. Un día vio una dama que estaba esperando en un carruaje junto a la acera; sabía que era una dama; su juicio en tales materias era más agudo que la discriminación de la guía social. Estaba leyendo un libro. Saltó al estribo del coche, le arrebató el libro y salió disparado. Se hubiese necesitado hombres más ligeros y más delgados que los polizontes para alcanzarlo.

            Era un volumen de Herbert Spencer. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para llegar hasta el fin, pero lo leyó. Comprendió la cuarta parte de lo que había leído. Pero esto lo encaminó hacia un proceso que prosiguió con sistemática y obstinada determinación. Sin consejo, sin guía ni plan empezó a leer un incongruente surtido de libros. Encontraba algún pasaje que no podía comprender en un libro y buscaba otro sobre el mismo tema. Se extendía irregularmente en todas direcciones: leía volúmenes de erudición especializada primero y textos de escuela superior después. No había orden en sus lecturas, pero había orden en lo que le quedaba en la mente.

            Descubrió la sala de lectura de la Biblioteca Pública y asistió allí algún tiempo para estudiar su disposición. Después, un día, en diversas ocasiones, una sucesión de muchachos lamentablemente peinados y lavados inconvenientemente, fueron a visitar la sala de lectura. Cuando entraron eran delgados, pero no así cuando salieron. Aquella noche Gail Wynand tenía una pequeña biblioteca propia en un rincón del sótano. Su pandilla había ejecutado sus órdenes sin protestar. Era un deber escandaloso; ninguna pandilla que se respetara había saqueado algo tan innecesario como libros; pero Wynand <<el largo>>, había dado las órdenes y nadie discutía con él.

            Tenía quince años cuando un día se encontró una mañana en la calle, convertido en una masa sanguinolenta, ambas piernas quebradas, golpeado por algún estibador. Estaba inconciente, pero había estado conciente aquella noche después de haber sido golpeado. Lo habían dejado abandonado en una oscura avenida. Había visto una luz cerca de la esquina. Nadie sabía cómo se las había arreglado para arrastrarse hasta la esquina, pero lo hizo y se vio después el largo reguero de sangre en el pavimento. Se había arrastrado solamente con la ayuda de los brazos. Había golpeado la parte inferior de una puerta. Era una taberna que todavía estaba abierta. El tabernero salió. Fue la única vez en su vida que Gail pidió ayuda. El tabernero lo contempló con una mirada inexpresiva y pesada que exteriorizaba una indiferencia bovina y estólida. Se metió dentro y cerró la puerta de golpe. No quería mezclarse en las peleas de las pandillas.

            Años más tarde, Gail Wynand, propietario del New York Banner, recordaba aún los nombres del estibador y del tabernero y sabía dónde los podía encontrar. No le hizo nada al estibador, pero causó la ruina del tabernero, que perdió su casa, sus ahorros y tuvo que suicidarse.

            Gail Wynand tenía diecisiete años cuando murió su padre. Estaba solo, sin empleo en aquel momento, con sesenta centavos en el bolsillo, la cuenta del alquiler sin pagar y una erudición caótica. Resolvió que había llegado el momento de decidir lo que había de ser su vida. Aquella noche se subió al tejado de su vivienda y contempló las luces de la ciudad, aquella ciudad en donde él no tenía autoridad. Sus ojos se dirigieron lentamente desde las casas achatadas que lo rodeaban hasta las ventanas de las mansiones que estaban a lo lejos. Solamente había cuadrados iluminados y suspendidos en el espacio, pero según ellos se podía decir los edificios a los cuales pertenecían: las luces que lo rodeaban parecían turbias, desalentadoras, aquellas que estaban a lo lejos eran claras y compactas. Se hizo una sola pregunta: ¿Qué era lo que penetraba en aquellas casas, las obscuras y las brillantes, indistintamente, qué era lo que llegaba a cada habitación, a cada persona? Todos tenían pan. ¿Se podía formular una regla común para los hombres por el pan que compraban? Tenían calzado, café, tenían… seguridad para el resto de la vida.

            A la mañana siguiente, entró en la redacción de a Gazzette, un diario de cuarta categoría, instalado en un edificio destartalado, y pidió trabajo. El redactor miró sus ropas y le inquirió:

            – ¿Puede usted deletrear la palabra gato?

            – ¿Puede usted deletrear la palabra antropomorfología? – le preguntó Wynand.

– No tenemos empleo aquí – dijo el redactor.

– Insistiré repuso Wynand –. Empléeme cuando me necesite. No tiene necesidad de pagarme. Me abonará un salario cuando se de cuenta de que tiene que pagármelo.

            Se quedó en el edificio, sentado en las escaleras que conducían a la redacción. Durante una semana fue allí todos los días. Nadie le prestaba atención. Por las noches dormía en los zaguanes. Cuando ya casi no le quedaba dinero, robaba alimentos en los mostradores o en los cubos de la basura y después volvió a su puesto en las escaleras.

            Un día un reportero sintió lástima y al bajar la escalera le arrojó un níquel, diciéndole:

– Tómate un plato de sopa, chico.

Wynand no tenía nada más que diez centavos en el bolsillo. Tomó los diez centavos y se los arrojó al reportero, diciéndole:

– Cómprese un tornillo.

El hombre profirió un juramento y siguió bajando la escalera.

El níquel y los diez centavos quedaron en los escalones. Wynand no los quería tocar. La historia se repitió en la redacción y un empleado de cara granujienta, encogiéndose de hombros, se apoderó de las dos monedas.

            Al fin de la semana, durante la hora de mayor trabajo, un empleado de la redacción llamó a Wynand para que llevase un recado. A aquél siguieron otras pequeñas tareas. Obedecía con precisión militar. A los diez días recibía un salario. A los seis meses era reportero. A los dos años era socio.

            Gail Wynand tenía veinte años cuando se enamoró. Había conocido todo lo que se podía conocer en materia sexual desde la edad de trece años. Había tenido muchos amores. Nunca hablaba de amor, no se forjaba ilusiones románticas y trataba la cuestión como una simple transacción animal; pero en esto era perito y las mujeres, con sólo mirarlo, se daban cuenta de ello. La muchacha de la cual se enamoró tenía una belleza exquisita, una belleza para ser adorada y no para ser deseada. Era frágil y silenciosa.

            Se transformó en la amante de Gail Wynand. Él se permitió la debilidad de ser feliz. Se habría casado en seguida si ella se lo hubiera dicho, pero se dijeron muy poco uno al otro. Él sentía que entre ellos estaba todo acordado.

            Una noche Wynand habló. Sentado a sus pies, con el rostro levantado hacia ella, su alma se hizo oír:

– Querida, lo que quieres, lo que soy, lo que puedo llegar a ser… Esto es lo que quiero ofrecerte, no las cosas que puedo obtener para ti, sino las que están en mí y será posible conseguir aquello a lo que un hombre no puede renunciar y a lo que yo renunciaría para que fuese tuyo, para que esté a tu servicio, solamente para ti.

– La chica sonrió y le preguntó:

– ¿Soy más linda que Maggy Nelly?

Se puso en pie y sin decir nada salió de a habitación. Nunca volvió a verla. Gail Wynand, que se jactaba de no haber necesitado jamás que le dieran dos veces una misma lección, no se volvió a enamorar a los años siguientes.

Tenía veintiún años cuando su carrera en la Gazette estuvo amenazada por primera y única vez. La policía y la corrupción no lo habían molestado: las conocía muy bien. Su pandilla había sido pagada para ayudar a dar palizas a los votantes en los días de elecciones, pero cuando Pat Mulligan, capitán de policía del distrito, fue acusado injustamente, Wynand no lo pudo soportar porque Pat Mulligan era el único hombre honesto que había conocido.

            Durante tres años Wynand había conservado un pequeño recorte: un editorial sobre la corrupción, escrito por el famoso director de un gran diario. Lo había conservado porque era el tributo a la integridad más hermoso que había leído. Tomó el recorte y se fue a ver al gran director. Le hablaría de Mulligan y entre los dos vencerían a la <<máquina>>.

Recorrió la ciudad hasta llegar al edificio del famoso diario. Tuvo que caminar. Tenía que dominar la furia que tenía dentro de sí. Fue recibido por el director; tenía un aire que le hacía ser admitido en cualquier lugar contra todas las reglas. Vio a un hombre gordo, sentado al escritorio, con ojos como finas ranuras, colocados muy juntos. No se presentó a sí mismo, pero colocó el recorte sobre el escritorio y dijo:

– ¿Recuerda esto?

El director miró el recorte y después a Wynand. Era una mirada que Wynand ya había visto antes: la que tenían los ojos del tabernero cuando le cerró la puerta en las narices.

– ¿Cómo quiere que recuerde cada articulo que escribo? – dijo el directo.

            Después de un instante Wynand le dijo:

– Gracias.

Fue la única vez en su vida que sintió gratitud por alguien. La gratitud era genuina, el pago por una lección que no volvería a necesitar. Hasta el director se dio cuenta de que algo fundamentalmente malo había en aquel seco <<gracias>>, tan amenazador, pero no supo que para Wynand había constituido una necrología.

Los tenderos y los estibadores no habían apreciado a Wynand, los políticos sí. En los años que estaba en el diario había aprendido a comportarse con la gente. Su cara había asumido la expresión que iba a tener el resto de su vida: no una sonrisa, sino una inmóvil mirada de ironía dirigida hacia todo el mundo. La gente creía que esa mofa se refería a las cosas especiales de las cuales deseaba mofarse. Además, resultaba agradable tratar con un hombre a quien no molestaban la pasión ni la santidad.

Tenía veintitrés años cuando una fracción rival quiso ganar una elección municipal, necesitó un diario para hacer propaganda a la plataforma, y compró la Gazette. La compraron en nombre de Gail Wynand que iba a dar el frente, como persona honorable, en nombre de la cuadrilla. Gail Wynand se transformó en director. Hizo propaganda y ganó la elección para sus jefes. Dos años más tarde aplastó a la camarilla, mandó a los jefes a la cárcel y se quedo como dueño único de la Gazette.

Su primer acto fue romper el letrero que estaba encima de la puerta del edificio y suprimió el título antiguo del diario. La Gazette se transformó en el New York Banner. Sus amigos le objetaron. <<Los periodistas no deben cambiar el nombre de un diario>>, le dijeron. <<Yo soy el único que lo cambia>>, replicó.

La primera campaña del Banner fue una llamada para conseguir dinero con motivo de caridad. Desplegado en toda su amplitud, con una cantidad de espacio igual, el Banner publicó dos relatos: uno, acerca de la lucha de un joven hombre de ciencia, que se moría de hambre en una buhardilla, trabajando en un gran invento; el otro, acerca de una camarera, la amante de un asesino que había sido ejecutado, la cual esperaba el nacimiento de un hijo ilegítimo. Uno de los relatos fue ilustrado con diagramas científicos, el otro con el retrato de una muchacha de boca caída, con expresión trágica y mal vestida. El Banner pidió a sus lectores que ayudaran a ambos desdichados. Recibió nueve dólares con cincuenta y cinco centavos para el joven sabio y mil setenta y siete dólares para la madre soltera. Gail Wynand citó a los redactores para una reunión. Colocó sobre la mesa el ejemplar del diario que contenía los dos relatos y el dinero recogido de ambos.

– ¿Hay alguno que no comprenda? – preguntó. Nadie respondió. Entonces agregó –: Ahora saben todos qué clase de diario va a ser el Banner.

            Los directores de su tiempo se enorgullecían de estampar en los diarios su personalidad individual. Wynand entregó su diario – en cuerpo y alma – al populacho. El Banner asumió el aspecto de un cartelón de circo en el cuerpo, y de una representación de circo en el alma.

            El público pedía crimen, escándalo, sentimiento. Gail Wynand se lo facilitaba. Le daba a la gente lo que deseaba, además de una justificación para que dieran rienda suelta a los gustos de los cuales debía avergonzarse. El Banner presentaba crímenes, incendios, raptos, corrupciones, con una moral apropiada en contra de cada caso. Había tres columnas de detalle frente a una columna de moral. <<Si se le impone a la gente un deber noble, se aburre – dijo Wynand –. Si se le deja que dé rienda a sus sentimientos, le avergüenza; pero si se combinan los dos, se la conquista.>> Publicaba relatos sobre muchachas caídas, divorcios aristocráticos, asilos de niños expósitos, lupanares, hospitales de caridad. <<El sexo primero –decía  Wynand –, las lagrimas después. Hágalos arder de deseos, y hágalos llorar, y los habrá conseguido.>>

            <<Son las novedades – decía Wynand a los redactores – las que excitan al mayor número. Lo que los impresiona estúpidamente. Lo más tonto es siempre lo mejor, siempre que haya bastantes tontos.>>

            Un día llevó a la oficina un hombre que había encontrado en la calle. Era un hombre ordinario, ni bien vestido ni raído; ni alto ni bajo; ni moreno ni rubio; tenía uno de esos rostros que uno no podría recordar aunque tratase de retenerlo. Impresionaba al ser tan totalmente vulgar; carecía hasta de la distinción de un imbécil. Wynand lo hizo recorrer el edificio, se lo presentó a cada uno de los redactores y después lo dejó partir. Después citó a los redactores y les dijo:

– Cuando tengan dudas sobre el trabajo, acuérdense de la cara de ese hombre, Escriban para él.

– Pero, señor Wynand – dijo un redactor joven –, uno no puede recordar esa cara.

            – Ahí está la cuestión – repuso Wynand.

   

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25 agosto 2010 3 25 /08 /agosto /2010 01:39

 

 

Este es un evangelio apócrifo o extracanónico, quiere decir, escritos sobre Jesús de Nazaret en los primeros siglos del cristianismo y que no fueron aceptados por la ortodoxia católica.

El evangelio de Judas Tomás Dídimo se ha conservado en un papiro manuscrito en copto (egipcio cristiano), descubierto en 1945 en la localidad egipcia de Nag Hammadi.

A continuación algunos de los 114 dichos atribuidos a jesús de Nazaret:

 

 

   

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Jesús ha dicho: He aquí que el sembrador salió y tomó un puñado de semillas, esparció. Algunas en verdad cayeron en el camino y vinieron los pájaros, las recogieron. Otras cayeron sobre la roca y no arraigaron abajo en el suelo y no retoñaron espigas hacia el Cielo. Y otras cayeron entre las espinas, las cuales ahogaron las semillas y el gusano se las comió. Y otras cayeron en la tierra buena y produjeron cosecha buena hacia el Cielo, rindió sesenta por medida y ciento veinte por medida.

 

Jesús ha dicho: A menos que ayunéis del sistema, no encontraréis el Reino de Dios. A menos que guardéis la semana entera como sábado, no veréis al Padre.

 

Jesús ha dicho: Me puse de pie en medio del mundo y encarnado me parecía a ellos. Los encontré a todos ebrios, no encontré a ninguno sediento. Y mi alma se apenaba por los hijos de los hombres, porque están ciegos en sus corazones y no ven que vacíos han entrado en el mundo y vacíos están destinados a salir del mundo de nuevo. Mas ahora están ebrios, cuando hayan sacudido su vino, entonces repensarán.

 

Jesús ha dicho: Si la carne ha llegado a ser por causa espiritual, es una maravilla, más si espíritu por causa corporal, sería una maravilla maravillosa. No obstante me maravillo en esto que esta gran riqueza ha morado en esta pobreza.

 

Jesús ha dicho: Donde hay tres dioses, carecen de Dios. Donde hay solo uno, digo que yo estoy con él. Levantad la piedra y allí me encontraréis, partid la madera y allí estoy.

 

Jesús ha dicho: Una ciudad que se construye encima de una montaña alta y fortificada, no puede caer ni quedar escondida.

 

Jesús ha dicho: Lo que escucharás en tu oído, proclámalo desde tus techos a otros oídos. Pues nadie enciende una lámpara para ponerla debajo de un cesto ni la pone en un lugar escondido, sino que se coloca sobre el candelero para que todos los que entran y salen vean su resplandor.

 

Jesús ha dicho: Si un ciego guía a un ciego, caen juntos en un hoyo.

 

Jesús ha dicho: No estéis ansiosos en la mañana sobre la noche ni en la noche sobre la mañana, ni por vuestro alimento que comeréis ni por vuestra ropa que llevaréis. Sois bien superiores a las flores de viento, que ni peinan lana ni hilan. Al tener una vestidura, ¿que os falta? ¿O quién puede aumentar vuestra estatura? El mismo os dará vuestra vestidura.

 

Jesús ha dicho: Los clérigos y los teólogos han recibido las llaves del conocimiento, pero las han escondido. No entraron ellos, ni permitían entrar a los que sí deseaban. En cuanto a vosotros, haceos astutos como serpientes y puros como palomas.

 

Jesús ha dicho: Ha sido plantada una enredadera sin el Padre, y puesto que no es vigorosa será desarraigada y destruida.

 

Jesús ha dicho: Quien tiene en su mano, a él se dará más. Y quien no tiene, se le quitará aún lo poco que tiene.

 

Jesús ha dicho: Quien no odia a su padre y a su madre, no podrá hacerse mi discípulo. Y quien no odia a sus hermanos y a sus hermanas y no levanta su cruz a mi manera, no se hará digno de mí.

 

Jesús ha dicho: Quien ha conocido el sistema, ha encontrado un cadáver y quien ha encontrado un cadáver, de él no es digno el sistema.

 

Jesús ha dicho: Si vuestros líderes os dicen: He aquí, el reino está en el firmamento. Entonces los pájaros del cielo llegarán allí antes que vosotros. Si os dicen: Está en el mar. Entonces los peces llegarán allí antes que vosotros. Más bien, el reino está dentro de vosotros y fuera de vosotros. Cuando os conozcáis a vosotros mismos, entonces seréis conocidos, y comprenderéis que sois hijos del Padre  viviente. Pero si no os conocéis a vosotros mismos, entonces vivís en la pobreza y encarnáis la pobreza.

 

Jesús ha dicho: Bendita sea la persona que ha sufrido porque ha encontrado la vida.

 

Jesús ha dicho: Mirad al viviente mientras viváis, para que no muráis y tratéis de mirarlo sin poder ver.

 

Ven a un samaritano llevando un cordero, entrando en Judea.
Jesús les dice: ¿Por qué lleva consigo el cordero?
Le dicen: Para matarlo y comerlo.
El les dice: Mientras está vivo no lo comerá, sino solamente después que lo mate y se haya convertido en cadáver.
Dicen: De otra manera no podrá hacerlo.
El les dice: Vosotros mismos, buscad un lugar para vosotros en el reposo, para que no os convirtáis en cadáveres y seáis comidos.

 

Salomé dice: ¿Quién eres tú, hombre? Como mandado por alguien, te tendiste en mi cama y comiste de mi mesa.
Jesús le ha dicho: Soy quien viene de la igualdad. A mí se me han dado de las cosas de mi Padre.
Salomé dice: Soy tu discípula.
Jesús le dice: Por eso yo digo que cuando alguien iguale se llenará de luz, pero cuando divida se llenará de oscuridad.

 

Jesús ha dicho: Había una persona rica que tenía mucho dinero, y dijo: Voy a utilizar mi dinero para sembrar y cosechar y resembrar, para llenar mis graneros con fruto para que nada me falte. Así pensaba en su corazón y aquella misma noche murió. Quien tiene oídos, ¡que oiga!

 

El ha dicho: Una persona bondadosa tenía una viña. La arrendó a inquilinos para que la cultivaran y recibiría su fruto. Mandó a su esclavo para que los inquilinos le dieran el fruto de la viña. Agarraron a su esclavo, lo golpearon, un poco más y lo habrían matado. El esclavo fue, se lo dijo a su amo. Contestó su amo, “Quizás no le reconocían.” Mandó a otro esclavo, los inquilinos lo golpearon también. Entonces el amo mandó a su hijo. Dijo, “Tal vez respetarán a mi hijo.” Ya que aquellos inquilinos sabían que era el heredero de la viña, lo agarraron, lo mataron. Quien tiene oídos, ¡que oiga!

 

Jesús ha dicho: Quien conoce todo pero carece de conocerse a sí mismo, carece de todo.

 

Jesús ha dicho: Cuando saquéis lo que hay dentro de vosotros, esto que tenéis os salvará. Si no tenéis eso dentro de vosotros, esto que no tenéis dentro de vosotros os matará.

 

Jesús ha dicho: Quien se enriquece, que reine. Y quien tiene poder, que renuncie.

 

El ha dicho: Amo, ¡hay muchos alrededor del embalse, pero ninguno dentro del embalse!

Jesús ha dicho: Hay muchos que están de pie a la puerta, pero los solitarios son los que entrarán en la alcoba nupcial.

 

 

 

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3 agosto 2010 2 03 /08 /agosto /2010 04:14

 

 

buda oroNo es posible señalar con acierto en los evangelios cristianos ni un poco de moral que no esté ya definido por Gautama el Buda, cuyas enseñanzas abarcan en el campo de la ética un área mucho mas extensas que las cristianas, pues éstas aun parece que consienten las bebidas alcohólicas prohibidas por los mandamientos budistas; y por otra parte, todas las teorías que sobre la guerras y sobre el derecho internacional expusieron el español Francisco de Vitoria y su imitador el holandés Hugo Grocio, están concisamente apuntadas en el diálogo de Buda con el general Simha.

Aunque la mala fe, la aviesa intención de los interesados en decrecentar la real importancia del budismo le asignan la irrisoria cifra de cien millones de fieles, lo cierto es que las modernas estadísticas reconocen que por el número de creyentes es el budismo la primera religión del mundo, pues basta considerar que es la predominante en Japón y China sin contar Ceilán y parte de la India, para reconocer que la profesan 440 millones de seres, mientras que la religión romanista sólo llega a 280 millones, incluso yendo en estas cifras la población entera de las naciones que dicha religión es oficial sin tener en cuenta los que en cada una de dichas naciones la profesan o la practican consuetudinariamente sin comprenderla. Si fuéramos a juzgar el valor de una religión por el número de sus fieles y por su permanencia en el transcurso de los siglos, indudablemente que el budismo y el hinduismo aventajarían en antigüedad y difusión al cristianismo; pero ni una ni otra de estas dos circunstancias son suficientes elementos de juicios para quilatar el valor de una religión, sino que además se ha de tener en cuenta su influencia en la conducta de sus fieles o de quienes alardean de profesarla, porque por el fruto se conoce el árbol, y precisamente el budismo es la única religión del mundo que no ha perseguido a nadie ni jamás pretendió imponer forzosamente sus creencias, ni blandió hogueras como el cristianismo ni arrojó piedras como el judaísmo ni arbitró suplicios como el paganismo. Sin embargo es la que mayor extensión alcanza. En cuanto a la transcripción y traducción me cabe asegurar sin engreimiento que aventaja a otras anteriormente publicadas con numerosos errores de concepto e impropiedad de palabras, que confunden y desorientan al lector en vez de exponerle clara y comprensivamente el espíritu y letra de las enseñanzas del excelso Maestro de devas y hombre.

 

 

 

Alegría


¡Regocijaos de la buena nueva! EL Buda, Nuestro Señor, ha descubierto la raíz del mal. Nos ha mostrado el camino de salvación.

El Buda disipa las ilusiones de nuestra mente y nos libra de la muerte.

El Buda, nuestro Señor, trae descanso al fatigado, al abatido y al disgustado; proporciona paz a los abrumados bajo el peso de la vida. Da valor a los débiles, próximos a perder la esperanza y la confianza en sí mismos.

¡Los que sufrís las tribulaciones de la vida, los que lucháis y padecéis, los que aspiráis a la verdadera vida, regocijaos de la buena nueva!   

He aquí el bálsamo para los heridos, y el pan para los hambrientos. He aquí el agua para los sedientos, y la esperanza para los desesperados. He aquí la luz para los que están en tinieblas, y he aquí inagotable ventura para los justos.

Tened confianza en la verdad, los que la amáis, porque el reino de la verdad está ya fundado en la tierra. La luz de la verdad ha disipado las tinieblas del error. Podemos ver nuestro camino y andar con paso firme y seguro.

El Buda Nuestro Señor, ha revelado la verdad.

La verdad cura nuestras enfermedades, y nos salva de la perdición; la verdad nos fortalece en la vida y en la muerte; sólo la verdad puede destruir los males del error.

¡Regocijaos de la buena nueva!

 

¡Mirad en vuestro rededor y contemplad la vida!

Todo es pasajero, nada dura. Es nacimiento y muerte, crecimiento y decadencia, combinación y disolución.

A cualquier parte que miréis está el acoso y el empuje, la carrera ávida de placeres, el miedo al dolor y a la muerte, la feria de vanidades y la llama de cambios y transformaciones. Todo es Samsara.

La gloria del mundo es como una flor espléndida por la mañana y marchita por la tarde.

 

Las cosas del mundo y sus habitantes están sujetos a cambio. Son productos de algo que ha existido anteriormente. Todo ser viviente es lo que le hicieron sus actos anteriores; por que la ley de causa y efecto es inflexible y sin excepciones.

Pero en las cosas que sin cesar cambian, se oculta la verdad. La verdad de realidad a las cosas. La verdad es inmutable.

Y la verdad desea revelarse; la verdad se esfuerza en conocerse a sí misma.

La verdad existe en la piedra, porque la piedra existe verdaderamente; y no hay fuerza en el mundo, Dios, hombre o demonio, que pueda hacer que no exista. Pero la piedra no es conciente.

La verdad existe en la planta y su vida puede expansionarse: medra, florece y fructifica. Su belleza es maravillosa, pero no es consciente. La verdad existe en el animal: el animal se mueve, percibe las cosas que le rodean, distingue y escoge. En él hay conciencia; pero no tiene aún conciencia de la verdad. Es únicamente la conciencia del yo.

La conciencia del yo (personalidad) ciega los ojos del espíritu y oculta la verdad. Es el origen del error, la fuente de la ilusión y el germen del pecado.

 

 


El Deva y el Buda

 

Estaba un día el Buda en el jardín de Anathapindika, en la ciudad de Jeravana, cuando se le apareció un Deva en figura de brahmán vestido con hábitos blancos como la nieve, y entre ambos entablóse el siguiente diálogo.

El Deva: -¿Cuál es la más tajante espada? ¿Cuál la más activa ponzoña? ¿Cuál el fuego más ardiente? ¿Cuál la noche más lóbrega?

El Buda:- La palabra iracunda es la más tajante espada; la codicia el más mortal veneno; la lujuria el fuego más ardiente, y la ignorancia la noche más lóbrega.

El Deva- ¿Quién obtiene la mayor ganancia? ¿Quién sufre la mayor perdida? ¿Cuál es la armadura impenetrable? ¿Cuál es la mejor arma?

El Buda:-El que da sin deseo de reciprocidad es el que más gana. El que de otro recibe sin devolver nada es el que más pierde. La paciencia es la armadura impenetrable. La sabiduría la mejor arma.

El Deva:- ¿Cuál es el ladrón más peligroso ¿Cuál es tesoro más preciado? ¿Quién rehúsa lo mejor que se le ofrece en este mundo?

El Buda:- Un mal pensamiento es el ladrón más peligroso. La virtud es el tesoro más preciado. Rehúsa lo mejor que se le ofrece quien aspira a la inmortalidad.

El Deva:- ¿Qué atrae? ¿Qué repugna? ¿Cuál es el dolor más terrible? ¿Cuál la mayor dicha?

El Buda:- El bien atrae. El mal repugna. El mayor dolor es una mala conducta. La liberación es la mayor dicha.

El Deva:- ¿Qué causa la ruina en el mundo? ¿Qué rompe la amistad? ¿Cuál es la fiebre más aguda? ¿Cuál el mejor médico?

El Buda:- La ignorancia arruina el mundo. La envidia y el egoísmo rompen la amistad. El odio es la fiebre más aguda. El Buda es el mejor médico.

El Deva:- Me queda una duda y te ruego me la disuelvas. ¿Qué no quema el fuego ni el orín consume ni el viento abate y es capaz de reconstruir el mundo entero?

El Buda:- El beneficio de las buenas acciones.

Gozóse el Deva de las respuestas del Buda y a manos juntas se inclinó respetuosamente él y desapareció.

 

                

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15 diciembre 2009 2 15 /12 /diciembre /2009 00:52

Esta novela relata el proceso evolutivo del género arquitectónico, sumergiéndose en el nacimiento de la arquitectura moderna. Expone la autora una forma racional y una visión adelantada a lo que es la época de la novela.
A continuación: Alegato de Howard Roark, el gran protagonista y héroe de este increíble e intenso libro.


imgthe fountainhead4 El juez miró a Roark.
Tiene la palabra la parte acusada –dijo el juez amablemente.
Roark se puso de pie.

Señoría, no presentaré ningún testigo. Éste será mi testimonio y mi defensa.

Preste juramento.
Roark prestó juramento. Estaba junto a los escalones del sitial de los testigos. La concurrencia lo contemplaba. Tuvieron la impresión de que no tenía probabilidades. Podían abandonar el resentimiento innominado, el sentido de inseguridad que él había despertado en la mayoría de la gente. Y de este modo, por primera vez, podían verlo como era: un hombre totalmente exento de temor.

Roark estaba en presencia de ellos como todo hombre inocente está ante la inocencia de su propio espíritu. Pero estaba, como ocurría en realidad, delante de una multitud hostil y ellos supieron, al punto, que no era posible el odio hacia él. En el relámpago de un segundo asieron la realidad de su conciencia. Cada uno preguntaba a sí mismo: ¿necesito la aprobación de alguien?, ¿me importa?, ¿estoy atado? Y por un instante cada uno fue libre, lo bastante libre para sentir bondad hacia otro hombre.

Fue solo un momento, el momento de silencio antes de que Roark hablara.

- Hace miles de años el hombre descubrió la forma de encender el fuego. Probablemente se quemó, al exponerse a enseñar a sus hermanos la manera de hacerlo. Se le consideró una persona perversa que había tenido tratos con el demonio para aterrorizar a la humanidad. Pero, desde entonces, los hombres han encendido el fuego para calentarse, para cocer sus alimentos, para iluminar sus cuevas. Les había dejado un don que ellos no habían concebido y había alejado la obscuridad de la tierra. Siglos más tarde un primer hombre invento la rueda. Probablemente sería martirizado en el aparato que había enseñado a construir a sus hermanos. Se le consideró un transgresor que se había aventurado en territorio prohibido. Pero dede entonces los hombres pueden viajar recorriendo todos los horizontes. Les dejó un don que ellos no habían concebido y abrió los caminos de la tierra.

Ese hombre, rebelde e iniciador, está en el primer capitulo de cada leyenda que la humanidad ha realizado desde sus principios. Prometeo fue encadenado a una roca y allí devorado por los buitres, porque había robado el fuego a los dioses. Adán fue condenado al sufrimiento porque comió del fruto del árbol de la ciencia. Cualquiera que sea la leyenda, dondequiera que estén las sombras de sus memoria, la humanidad ha sabido que su gloria ha comenzado con unos de esos hombres y que éste pagó muy cara su valentía.

A través de lo siglos ha habido hombres que han dado pasos en caminos nuevos sin más arma que su propia visión. Sus fines serán diferentes, pero todos ellos tenían esto en común: el paso inicial, el camino nuevo, la visión propia y la respuesta que recibían: odio. Los grandes pensadores, los creadores, los artistas, los hombres de ciencia, los inventores, han estado solos contra los hombres de su época. Todo pensamiento nuevo ha constituido una oposición. El telar mecánico fue considerado un mal. A la anestesia se le consideró un pecado. Pero los hombres de visión propia continuaron adelante. Lucharon, sufrieron y pagaron su grandeza, pero vencieron.

Ningún creador ha sido impulsado por el deseo de servir a sus hermanos, porque sus hermanos rechazaban el don que les ofrecía y ese don destruía la rutina perezosa de sus vidas. Su verdad fue el único móvil. Su propia verdad y su propio trabajo para realizarlo a su propio modo. Una sinfonía, un libro, una máquina, una filosofía, un aeroplano o un edificio; eso era para él su meta y su vida. No eran aquellos que escuchaban, leían, trabajaban, creían, volaban o habitaban lo que él creaba. Le interesaba la creación, no sus consumidores. La creación que daba forma a su verdad. Él mantenía su verdad en contra de todo y en contra de todos…

Su visión, su fuerza, su valor, procedían de su propio espíritu.  El espíritu del hombre es, sin embargo, su propio ser. Esa entidad que constituye su conciencia. Pensar, sentir, juzgar, obrar son funciones del yo.

Los creadores no eran altruistas. Era el secreto total de su poder, la propia seguridad, el propio motivo, su propio engendro. La causa primera, la fuente de energía, la fuerza vital, el Primer Motor. El creador no sirve a nada ni a nadie. Vive para sí mismo.

Y solamente viviendo para sí mismo ha sido capaz de realizar esas cosas que son la gloria del género humano.

El hombre sólo puede sobrevivir por su mente. Llega desarmado a la tierra. Su cerebro es su única arma. Los animales obtienen el alimento por medio de la fuerza muscular. Debe plantar su alimento o cazarlo. Para cultivar las plantas necesita un proceso de su pensamiento. Para cazar, necesita armas y el hacer armas constituye un proceso del pensamiento. Desde la necesidad más simple hasta la abstracción religiosa más alta, desde la rueda hasta el rascacielos, todo lo que somos y todo lo que tenemos procede de un atributo del hombre: la función de su mente.

Pero la mente es un atributo del individuo. No existe una cosa tal como un cerebro colectivo. No hay una cosa tal como el pensamiento colectivo. Un acuerdo realizado por un grupo de hombres es sólo un compromiso o un promedio extraído de muchos pensamientos individuales. Es una consecuencia secundaria. El acto primario, el proceso de la razón debe ser ejecutado por cada hombre solo. Podemos dividir una comida entre muchos hombres, pero no podemos digerirla con un estómago colectivo. Ningún hombre puede usar sus pulmones para respirar por otro hombre. Ningún hombre puede usar su cerebro para pensar por otro.  Todas las funciones del cuerpo y del espíritu son privativas. No pueden ser compartidas ni transferidas.

Hemos heredado los productos del pensamiento de otros hombres. Hemos heredado la rueda. Hicimos un carro. El carro se trasformó en automóvil. El automóvil ha llegado a ser aeroplano. Pero todo el proceso que recibimos de otros es el producto terminal de sus pensamientos. La fuerza en movimiento es la facultad creadora que toma ese producto como un material, lo usa y permite dar o recibir, participar o conceder en préstamo. Pertenece al hombre solo, al individuo. Lo que él crea es propiedad de su creador. Los hombres aprenden el uno del otro, pero todo estudio es solamente intercambio de material. Ningún hombre puede darle a otro su capacidad de pensar. Sin embargo, esa capacidad es nuestro único medio de sobrevivir.

Nada le ha sido dado al hombre sobre la tierra. Todo lo que él necesita lo tiene que producir. Y aquí el hombre afronta su alternativa fundamental: puede sobrevivir de una forma u otra; por el trabajo independiente de su propia mente o como un parásito alimentado por la mente de otro. El creador produce, el parásito toma en préstamo.

El interés del creador es la conquista de la naturaleza. El interés del parásito es la conquista del hombre. Su fin esencial está en sí mismo. El parásito vive de segunda mano. Necesita de los demás. Los demás llegan a ser su móvil esencial.

La necesidad básica del creador es la independencia. La mente que razona no puede vivir bajo ninguna forma de compulsión. No puede ser reprimida, sacrificada, subordinada a ninguna consideración, cualquiera que sea. Exige una independencia total en su función y en su móvil. Para un creador todas las relaciones con los hombres son secundarias.

La necesidad básica del que necesita de otro es asegurarse los vínculos con los hombres para poder nutrirse. Coloca ante todo las revelaciones. Declara que el hombre existe para servir a los otros. Predica altruismo.

El altruismo es la doctrina que exige que el hombre viva para los demás y coloque a los otros sobre sí mismo.

Ningún hombre puede vivir para los otros. No puede compartir su espíritu como no puede compartir su cuerpo. Pero el que necesita de otro se vale del altruismo como un arma de exploración e invierte la base de los principios morales del género humano. Se les ha enseñado a los hombres los preceptos para destruir al creador y se les ha enseñado la dependencia como virtud.

El hombre que intenta vivir para los demás es un dependiente. Es un parásito en el móvil y hace parásito a los demás a quienes sirve. La relación no produce más que corrupción. Es absurda como concepto. Lo que más se aproxima a ello en la realidad –el hombre que vive para servir a los otros – es el esclavo. Si la esclavitud es físicamente repulsiva, ¿cuánto más repulsivo no será el concepto de la servidumbre del espíritu? El esclavo conquistado tiene un vestigio de honor, tiene el mérito de haber resistido y el de considerar que su condición es mala. Pero el hombre que voluntariamente se esclaviza es la más baja de las criaturas. Degrada la dignidad del hombre.

Los hombres han aprendido que la virtud más alta no es realizar, sino dar. Sin embargo, no se puede dar lo que no ha sido creado. La creación es anterior a la distribución, pues, de lo contrario, no habría nada que distribuir. La necesidad de un creador es previa a la de un beneficiario. Sin embargo se nos ha enseñado a admirar al imitador, que otorga dones que él no ha producido. Elogiamos a un acto de caridad y nos encogemos ante un acto creador.

A los hombres se les ha enseñado que su primera preocupación debe consistir en aliviar el sufrimiento de los demás. Pero el sufrimiento es una enfermedad. Si uno tiene ocasión debe tratar de dar consuelo y asistencia, pero hacer de eso el más alto testimonio de virtud es considerar el sufrimiento como lo más importante de la vida. Entonces el hombre desea ver sufrir a los demás para poder ser virtuoso. Tal es la naturaleza del altruismo. Un creador no tiene interés en la enfermedad, sino en la vida. Sin embargo, la obra de los creadores ha eliminado una enfermedad tras otra, en el cuerpo y en el espíritu del hombre, y ha producido más alivio para el sufrimiento que lo que cualquier altruista pudo nunca concebir. A los hombres se les ha enseñado que estar de acuerdo con los otros es una virtud. Mas el creador es un hombre disiente.

A los hombres se les ha enseñado que nadar con la corriente es una virtud. Pero el creador es el hombre que nada contra la corriente. A los hombres se les ha enseñado que estar juntos constituye una virtud. Pero el creador es el hombre que está solo.

A los hombres se les ha enseñado que el ego es el sinónimo del mal y el altruismo es el ideal de la virtud. Pero el creador es un egoísta en sentido absoluto y el hombre altruista es aquel que no piensa, no siente, no juzga, no construye.   

La elección no debe ser el sacrificio de uno mismo o la dominación. La elección es independencia o dependencia. El código del creador o el código del imitador. Éste es el problema básico. Él código del creador está construido sobre la necesidad de la mente que razona y que permite al hombre sobrevivir. Todo lo que procede de la dependencia de unos respecto a los otros es malo.

Es el egoísta, en sentido absoluto, el hombre que se sacrifica por los demás. Es el hombre que no tiene necesidad de depender de los demás. No obra por medio de ellos. No está interesado por ellos de ninguna cuestión fundamental. Ni en su objeto ni en su móvil. No existe para ningún hombre y no le pide a ningún otro hombre que exista para él.

Ésta es la única forma de fraternidad y de respeto mutuo posible entre los seres humanos. La independencia es la regla para medir la virtud y el valor humanos. Lo que el hombre es y hace de sí mismo y no lo que haya o no hecho por intermedio de otros. No hay dignidad personal, salvo la independencia.

En todas las relaciones propias no hay sacrificio de nadie para nadie. Un arquitecto necesita clientes, pero no subordina su obra a los deseos de ellos. Lo necesitan, pero no le ordenan una casa por el hecho de darle un trabajo. Los hombres cambian su trabajo por su libertad con mutuo sentimiento y con la ventaja mutua cuando sus intereses personales coinciden y ambos desean el intercambio. Si no lo desean, no están obligados a tratar el uno con el otro. Buscan algo más. Es la única forma posible de relación entre iguales. Cualquiera otra es una relación de esclavo a amo, de victima a verdugo.

Ningún trabajo creador se realiza colectivamente por decisión de una mayoría. Todo trabajo creador se realiza bajo la guía de un solo pensamiento individual. Un arquitecto necesita muchos hombres para levantar un edificio, pero no les pide que le den voto sobre su proyecto. Trabajan juntos por libre acuerdo y cada uno es libre en su función propia. El arquitecto emplea acero, vidrio, hormigón que otros han producido, pero esos materiales siguen siendo acero, vidrio, hormigón hasta que él lo emplea. Después, lo que hace con ellos es un producto individual y es su propia individualidad. Ésta es a única forma de cooperación entre los hombres.

El primer derecho que se tiene en el mundo es el derecho al yo. El primer deber del hombre lo tiene consigo mismo. Su ley moral no consiste en colocar su fin principal en los demás. Un hombre piensa y trabaja solo. Un hombre no puede robar, explotar, gobernar… solo.

El robo, la explotación y el gobierno presuponen la asistencia de víctimas. Implica dependencia.

Los que gobiernan a los hombres no son egoístas. No crean nada. Existen, enteramente, por las personas, de los demás. Su fin está en sus súbditos, en la actividad de esclavizar. Son dependientes como el mendigo y el bandido. La forma de dependencia crece de importancia.

Pero a los hombres se les ha enseñado a mirar a los imitadores y a los tiranos, emperadores, dictadores, como exponentes del egoísmo. Mediante este fraude han hecho destruir el yo, el de ellos mismos y el de los demás. El propósito del fraude fue destruir a los creadores. Cuando el primer creador inventó la rueda, el otro le contestó inventando el altruismo.

El creador, negado, combatido, perseguido, explotado, continuó, marchó adelante y condujo consigo a toda la humanidad con su energía. El hombre que obra de segunda mano no contribuyó con nada al proceso, si se exceptúan las obstrucciones. La contienda tiene otro nombre: lo individual contra lo colectivo. El –bien común- de lo colectivo, raza, clase, estado ha sido la pretensión y la justificación de toda tiranía que se haya establecido en la tierra. Los mayores errores de la historia han sido cometidos en nombre de móviles altruistas. ¿Alguna vez han igualado los actos del egoísmo a todas las carnicerías perpetradas por los discípulos del altruismo? El efecto reside en la hipocresía del hombre o en la naturaleza del principio.

Los carniceros más temibles han sido los más sinceros. Creían que la sociedad perfecta sería alcanzada por medio de la guillotina y el pelotón de fusilamiento. Nadie discutió el derecho a asesinar desde el momento que asesinaban con un propósito altruista. Se aceptó que el hombre debe sacrificarse por los demás hombres. Cambian los actores, pero el curso de la tragedia se mantiene idéntico. El humanitarista que empieza con declaraciones de amor por el género humano termina con un mar de sangre. Continúa y continuará mientras se cree que una acción es buena si no es egoísta. Eso permite actuar al altruista y obliga a su víctima a soportarlo. Los líderes de los movimientos colectivos no piden nada para ellos mismos, pero es menester observar los resultados.

Se trata de un antiguo conflicto. Los hombres se han acercado a la verdad, pero ésta ha sido destruida de vez en cuando y una civilización cae después de la otra. La civilización es el progreso hacia una sociedad de aislamiento. Toda la existencia del salvaje es pública, regida por las leyes de la tribu. La civilización consiste en un proceso que permita que el hombre esté libre de los hombres. Ahora, en nuestra época, el colectivismo, la norma del hombre subordinado y del hombre de segunda clase ha libertado el antiguo monstruo y ataca a diestro y siniestro. Ha  conducido al hombre a un nivel de independencia intelectual nunca igualado sobre la tierra. Ha alcanzado una proporción de horror sin procedentes. Ha envenenado a todos los espíritus. Se ha tragado a la mayor parte de Europa. Se está engullendo a nuestro país (Estados Unidos).

Yo soy arquitecto. Y sé donde se va a llegar de acuerdo con el principio sobre el cual se está edificando. Nos acercamos a un mundo en el cual no podré vivir.  

He venido aquí para manifestar que no reconozco a nadie derecho alguno sobre un minuto de mi vida. Ni sobre una parte de mi energía. Ni sobre ninguna obra mía. Ni me interesa quién haga la petición, o cual sea el número, o cúan grande sea la necesidad que ellos tengan. He querido venir aquí para decir que soy un hombre que no existe para los otros.

He querido venir aquí para manifestar que la integridad del trabajo creador de un hombre tiene mayor importancia que cualquier esfuerzo creativo. Aquellos de ustedes que no comprendan esto forman parte de los hombres que están destruyendo al mundo.

No reconozco obligación hacia los hombres, excepto una: respetar su libertad y no formar parte de una sociedad esclava.

Roark se puso de pie, con las piernas abiertas, los brazos pegados a los lados, la cabeza erguida, como si estuviera ante un edificio en construcción. Momentos después, cuando nuevamente estuvo sentado en la tarima de la defensa, muchas personas de la sala tenían la impresión de que estuviera todavía en pie: era el cuadro de un instante que no se podía remplazar.

 

 

 

AR young


 

 

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27 octubre 2009 2 27 /10 /octubre /2009 18:46

 

Extractos "Del Monte Sinaí a La Isla de Venus"

Nikos Kazantzakis


Toledo

 

 

Ya se que es muy difícil contemplar un lugar con ojos nuevos cuando un gran poeta ya ha pasado por él.

 

Todo Toledo estaba de luto. La leyenda que había creado a este cretense, taciturno, pero violento; revivía aquel día en todos los labios. Su vida había sido extraña, sus palabras raras, pero tajantes.

 

Le gustaba pasar el crepúsculo por los jardines del cardenal y Rojas. Allí se encontraba con sus amigos: poetas, frailes, guerreros y prelados. A estos jardines acudían también las mujeres más cultivadas de Toledo y de las que refiere Gracián: “Decían más con una sola palabra que los filósofos atenienses con todo un libro”.

 

El Greco descubrió en Toledo una patria. Pero, contrariamente a los pintores españoles, veía por primera vez – y en un momento critico de su hermosa juventud – el espectáculo de España, sus rostros extasiados y lívidos, el último sobresalto de una raza antes de su decadencia.

 

En todos los cuadros del Greco la luz desgarra al aire con la misma violencia. Hay algo de cruel, de feroz. Así sucede en su “Inspiración del Espíritu Santo”. Los apóstoles parecen temblar como si quisieran huir, pero es demasiado tarde, ya que el espíritu se arroja sobre ellos como un halcón. 

 

Así es la luz de la obra del Greco. Devora las carnes, deroga las fronteras que separan las almas de los cuerpos y pone tensos a estos últimos como si fuesen arcos. Y que importa que se rompan. La luz es movimiento, violencia. No proviene del sol, parece más bien manar de una luna trágica. El aire vibra, cargado de rayos; algunas veces, los ángeles se difunden de la bóveda celeste como amenazadores meteoritos que estallan multicolores por encima de las cabezas humanas.

 

A medida que envejece, en lugar de perder su ardor, el Greco gana vigor. Su pulso se acelera, su “demencia”  es cada vez más fecunda. Sus últimas obras: “Lacoonte”, “Toledo bajo la tormenta”, son indicios. Ya nos son cuerpos los que representa. El alma es una espada que sale de su vaina: el cuerpo humano.

 

El Greco consideraba al cuerpo del hombre como a un obstáculo, pero también como el único medio que permite al alma manifestarse.

 

El confesor de Santa Teresa, padre Ibáñez, decía: “Teresa es grande desde los pies hasta la cabeza. Pero de la cabeza para arriba es incomparablemente más grande”. Es esta talla invisible del hombre la que el Greco se esforzó en pintar durante su vida.

 

 

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13 octubre 2009 2 13 /10 /octubre /2009 20:17

 

Lo certero en la naturaleza para nuestro entendimiento pareciera que es conexión, con el estado mayormente propicio para nuestra vida y de nosotros con la divinidad creadora. ¿Cómo ejercer la vida en corrección armoniosa, para luego dar reflejo de esta, al entorno, al tercero que nos rodea? ¿Cómo dar pie, a la transmutación de la voluntad en acción elevadora, al encuentro con la plenitud, y la continuidad de ésta?

 

Dios tiene al parecer clara solamente una cosa; el vaivén de la vida. La ondulación que llega a nuestros límites. A la debilitación de nuestras dudas, que algún día estuvieron vistas de lejos, pero llega otro día en que se fusionan con la carne y forman una herida.

Aunque Dios tiene presente nuestras limitaciones, Él sabe, podemos dar más, pero nosotros sentimos más no poder. Y escapar lleva a evidenciar la exactitud del asunto, en forma variada. Con esto no queda otra cosa que hacer frente, sacar fuerza de flaqueza y decir ¡Adelante! Adelante, a encontrar el espacio en lo certero de la naturaleza que nos entrega fuerzas, para esto, para detener el vaivén en la comodidad de nuestros sentidos, para sanar nuestras heridas, y sí, lo más importante no escapar de nosotros mismos.

 

 

 

 

  Si alguna vez te encuentras en una desesperada posición de más no poder, y sientes como si tapado bajo un techo estuvieras, sin poder asomarte para mirar la luz del sol brillar. Si buscas la salida, llorando por no poderla encontrar y entonces a ti te quieres culpar, de errores cometer y situaciones vacilar. Sabes los demás arriba pueden estar y tu a ellos quieres, pero dudas imitar. No desesperes entonces y no apures en escapar, que tiempo toma a la herida poder llegar curar, y cuando de esta sabes más, entonces a ti por completo te tendrás.

Mientras de este proceso aprendas, pues a ti es a quien acudirán, por que los que están arriba sienten tu bullente palpitar, y si muestras el camino llegara el día en que te será concedido al fin, poder la luz del sol ver brillar.

 

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7 octubre 2009 3 07 /10 /octubre /2009 03:56

 

 


En una brisa suave caminaba sin atropellar mis pensamientos y libertad que me abordaban por completo en el andar. Miraba a lo lejos enormes distancias por cruzar, hacia dónde, no lo sabía, con un Sol que me hacía esforzar para poder mantener mi mente calma y sin desesperación. Curiosamente me sentía perdido, pero a la vez me sentía calmo, como si aquel lugar hubiese sido ya recorrido por mí alguna vez. Tal vez el sol me tenía en un estado de conciencia alterada, pero yo no me daba cuenta, todo era normal y más encima había una brisa suave como si al mar era a donde fuese a parar. Aquel lugar eso si, me pareció que lejos estaba del océano y lo raro era que ningún alma de animal u hombre daba vestigios, de que por lo menos, por allí alguna vez pudo transitar.

Lo increíble de todo esto era que no tenía miedo, y que no extrañaba nada, sabía de mi vida anterior a estar allí, sabía que tenía familia, que tenía hermanos, padres y amigos, pero no extrañaba nada y tampoco, tampoco sabía que me llevo a aquel lugar. Aunque recuerdo que en toda mí vida rondó el entusiasmo, ganas de búsqueda, pero no sabía exactamente que era lo que buscaba, solo sabía que buscaba y cuando dejaba de hacerlo me sentía mal. Por fin en aquel lugar, era según mí sentir donde debía estar, presentía que pronto hallaría cosa tan majestuosa que dejaría mí alma en paz.

Me sentía afortunado de por lómenos intentar atravesar el umbral, de mil lamentos terminar.

Solo estoy donde siempre busque estar.

 

 

 

into the wild

 

 


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28 septiembre 2009 1 28 /09 /septiembre /2009 06:30

Crítica Literaria 

Los Amantes del Tibet” de Angélica Blanco

Por Xrisí Athena Tefarikis.

 

 

   

La periodista y escritora Angélica Blanco acaba de lanzar su última novela “Los Amantes del Tibet” que está contenida en un bello texto y portada idílica  de la Editorial Momentum. De la autora penquista ya se han publicado otros libros tales como “Mujeres en el acontecer de Concepción”, “La Noche de las cuatro Lunas”, “Una burguesa rebelde” y “La poetisa desnuda”, todas éstas obras relacionadas con el rol de la mujer en la historia del mundo contemporáneo y de Chile en particular.

       Angélica Blanco, por su profesión periodística, ha utilizado siempre la investigación en su narrativa para enriquecer su prosa novelesca. Ese plus aparece una vez más en la más notable de sus obras, a mi juicio: “Los Amantes del Tibet”.

Este libro deja al descubierto a esta escritora culta, apasionada y que escribe con un estilo plenamente poético y metafórico y que nos conduce una vez más al tema central de su novelística: La mujer y su rol en la sociedad actual.

     Los relatos intercalados de Sofía y de Juan Carlos, exponentes de la alta burguesía santiaguina, nos dan a conocer el vacío de la pareja humana que arrastra las convenciones de sus ancestros y le toca convivir con una sociedad que ya no responde a los patrones con los que ellos fueron educados en su infancia.

Quizás ninguna generación de las últimas décadas se vio tan vapuleada entre los valores que inspiraron a sus progenitores  y  que ellos deben repetir ante su descendencia como las generaciones que nacieron entre los cincuentas y a comienzos de los ochentas en el siglo XX.

Después de la generación de las Flores, hace casi cincuenta años atrás, se entronizó de alguna manera la tan mentada liberación femenina.Todas las mujeres se sintieron con derecho a entrar a estudiar codo a codo carreras profesionales que antes eran de exclusiva práctica masculina como Ingeniería, Economía, Derecho, Periodismo, Medicina, entre otras, o de lo contrario, insertarse directamente en el ámbito laboral. En definitiva, las féminas quisieron estar a la par con los varones en todos los ámbitos pero la mayoría de éstas eran también madres y dueñas de casa, en otras palabras, el eje del hogar. Sin embargo, el esquema profesional unido al de madre, ama de casa, esposa y amante de las mujeres no se sostenía por sí mismo. Y muchas de ellas fracasaron en el intento, culpabilizándose internamente, porque los matrimonios en particular, comenzaron a desmoronarse. Para colmo, tuvieron que enfrentar las críticas de sus hijos que desaprobaban su comportamiento y los más audaces, abandonaron a sus familias para probar suerte con sus parejas. Optaron por vivir sus relaciones al vaivén del acontecer diario, decepcionados por los matrimonios desgastados de sus padres, que ya no tenían tiempo ni para comunicarse en la realidad porque estaban muy ocupados en realizarse individualmente.

Esta es la temática central de esta novela que nos pinta el vacío y la soledad de las familias modernas. Sofía es lo que suele definirse  como una “mujer exitosa” y su marido Juan Carlos, es el retrato exacto del triunfador del mundo occidental. Sus hijos que deberían ser tan sobresalientes como sus padres son Catalina, una estudiante de teatro, y Cristóbal, abogado igual que su padre, Juan Carlos.

La que gatilla el drama de esta novela es Catalina, que desencantada del matrimonio de sus padres, donde prima el doble estándar y la frialdad, decide irse a vivir a un departamento con su pololo Ignacio, estudiante de teatro, profundamente despreciado por el padre de Catalina, Juan Carlos. Y el peso del inicio de esta tragedia familiar lo asume Sofía, una neurótica y reprimida mujer, que no sabe cómo manejar este conflicto porque siente un profundo resentimiento en contra de su marido a quién indirectamente rechaza por la huella del machismo que su padre dejó grabada en ella a partir de los cuatro años. Además culpa a su marido por el fracaso de la familia que formaron hace casi 25 años. Toma partido por el lado de su hija y de paso “castiga” a su marido al unirse a la nueva unión  que inician los jóvenes actores a los que se unen el hermano Cristóbal y su novia Leticia. Juan Carlos, que por su parte, no tolera ni perdona la decisión de su hija de independizarse, ni la profesión que escogió estudiar, inicia una relación sentimental con una muchacha de la edad de su hija Catalina. Su ingesta alcohólica diaria unida a su desorientación y soledad es cada vez mayores y finalmente decide hacer abandono del hogar.

         Después de la destrucción de la familia Risopatrón, Sofía busca con ansias paz, armonía y se siente cada vez más sola y angustiada porque pareciera que el único ser humano que la contiene afectivamente es su antigua empleada Dorotea, quién la acompaña desde su infancia. La irrupción en la vida de Sofía de su futura nuera Leticia, psicóloga de profesión, es el primer eslabón hacia la liberación espiritual de ésta que se halla entrampada en sus contradicciones. Así es como la protagonista opta finalmente por aproximarse a la sabiduría oriental  donde parece encontrar muchas de las respuestas que los occidentales hemos perdido y emprende un viaje al Tibet, patria de sapiencia y espiritualidad.

        Esta es una novela que no dejará indiferente a ningún lector porque los más maduros se sentirán identificados con la pareja matrimonial de Sofía y Juan Carlos Risopatrón y los más jóvenes con sus hijos y los respectivos novios de éstos, no importando el nivel social del cual provengan porque la problemática familiar es similar en todos los estratos sociales y económicos.

Finalmente hay que añadir que el lenguaje de Angélica Blanco es directo, fácil de leer y adornado con hermosas citas de sabios orientales y de  filósofos clásicos griegos y germanos del siglo XX intercaladas a través de toda la novela que dejan entrever un narrativa muy poética, que nos obliga a releer algunas frases para disfrutar de su creatividad y belleza.

Los que desconozcan la filosofía budista y el aporte del Tibet a nuestro mundo actual encontrarán en esta novela una fuente muy importante para informarse e iniciarse en el estudio y conocimiento de estas culturas que tanto tienen que enseñarnos a los que vivimos en este lado del mundo  donde se han perdido tantos valores y hay tantas interrogantes en suspenso que dilucidar.

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13 agosto 2009 4 13 /08 /agosto /2009 18:54

 

La humanidad y sus infinitas controversias han llevado hasta a los personajes más intelectuales a quedar perplejos con actos, que son nada más que de nosotros, los humanos.

En mi país Chile, se ha entablado nuevamente un tema controversial para el hombre: la pena de muerte.

El  tema se suscitó producto de la muerte espantosa de una niña llamada Francisca, de la región de Valparaíso, la cual lamentablemente padeció las consecuencias de  abuso y posterior deceso a causas de una mente trastornada.

Ahora, luego que se ha comentado en televisión y en todos los medios posibles, la posibilidad de restablecer la pena de muerte, la que fue abolida al suscribir un tratado internacional, a excepción de casos demasiados específicos, como son los de traición a la patria, me queda una duda. Duda que no me la aclara un “retórico” argumento que pueda dar la política.

¿Qué hay después de la vida?

¡¿Quien sabe?!

¿Quién sabe, si al hacer efectiva la pena de muerte, el individuo imputado, se pueda sentir de forma favorecida al saber que no pasará el resto de su vida encerrado?

El tema, es bastante complejo, pero para tratarlo en este espacio, me atribuyo la posibilidad de analizarlo de un punto de vista diferente.

¿Qué pasa si, así, como dicen las escrituras, viniese Jesús nuevamente a la tierra?

Yo no soy excesivamente católico, ni menos evangélico ni similares. Hace años que no iba a la iglesia, no se cuántos, creo que ya perdí la cuenta, pero el año pasado fui tan solo una vez. Espero que los católicos, no me apunten con el dedo luego de esta revelación, pero como dicen, Dios está en todas partes ¡Bueno al asunto!

La historia de Jesús, para mí es real. Un personaje que invierte su vida en realizar semejantes tareas, de las cuales tenemos conocimientos gracias a algunos hombres como sus discípulos Mateo y Juan y otros contemporáneos suyos, por los hombres, me parece absolutamente asombroso.

¿Qué pasaría si viniese y realizara, como la historia lo señala, lo mismo que realizó en su tiempo? ¿Estaríamos con mentes más abiertas? ¿Lo comprenderíamos?

Esa pregunta nadie la puede responder hasta que suceda y lo veamos empíricamente, pero así, como nos venimos desarrollando como humanidad, me autorizo la posibilidad de contestarla. Seguramente y lamentablemente creo que lo crucificaríamos nuevamente, no igual que hace dos mil años ya que la idea de crucificar era de los romanos, pero nosotros le daríamos cárcel o si está vigente, le daríamos pena de muerte.

La humanidad con sus vicios y virtudes no es de ahora, nuestro tiempo, sino que de hace bastantes años atrás, siglos y milenios. El tiempo ha construido, con leyes, pareciera que algunas de ellas humanas y otras divinas, la forma de convivir y respetar. Y, si no respetamos lo que difícilmente se fue desarrollando producto de roces, guerras y tratados, es volver atrás es decir, retrocedemos a un proceso de involución.

El sufrimiento de la familia de aquella niña, de la cual surge el tema, tiene que ser más que tremendo, pero no hay que enceguecerse con la sed de venganza.

¿Si nosotros aborrecemos el crimen que se da a una persona, como no condenar el tomar la solución por la muerte? El juicio debiera ser divino, aquello que llaman karma existe, todo se devuelve, y mejor aún el individuo sufra el doble. Que sufra en los años de encierro y después de la vida, como así los egipcios relatan en su “Libro de los muertos”, y muchas otras culturas, existe un juicio de los actos cometidos en vida.

Personas van en la vida queriendo hacer justicia, pero ¿a qué costo? ¿Sobre la base de qué márgenes de principios? Nadie sabe. Pensar en solucionar con matar, aunque lo que se quiera hacer sea acusar un abuso, la solución a mi juicio no es esa. Mejor tratemos estos problemas como conviene a los hombres, aislando el bien del mal y dejemos el juicio superior a Dios.


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Presentación

Texto Libre

Te advierto, quien quieras que fueres,
¡Oh! Tú que deseas sondear los arcanos de la naturaleza, que si no hallas dentro de ti mismo aquello que buscas, tampoco podrás hallarlo fuera.
Si tú ignoras las excelencias de tu propia casa, ¿cómo pretendes encontrar otras excelencias?
En ti se halla oculto el Tesoro de los Tesoros
¡Oh! Hombre, conócete a ti mismo y conocerás el universo y a los Dioses."

ORACULO DE DELFOS