Otro gran personaje de la magnífica novela El Manantial, es Gail Wynand. A continuación un extracto del libro en donde se expone su Biografía intensa, llamativa e inspiradora.
Gail Wynand vivía con su padre en el sótano de una vieja casa en el corazón de Hell’s Kitchen. Su padre era estibador, hombre alto, silencioso, ignorante, que nunca había ido a la escuela. Su propio padre y su abuelo fueron de la misma clase y ellos no habían conocido en su familia nada más que pobreza. Pero algo más atrás de la línea, había habido una raíz de aristocracia, la gloria de algún antecesor noble y después alguna tragedia, desde hacía tiempo olvidada, que había conducido a los descendientes al arroyo.
La madre de Gail había muerto tísica cuando él tenía dos años. Era hijo único. Sabía, vagamente, que había habido algún drama en el matrimonio de su padre; había visto un cuadro de su madre en el que estaba vestida de tal forma que no parecía una mujer del vecindario: era muy hermosa. Cuando ella murió, la vida terminó para su padre. Él amaba a Gail, pero era una devoción que no requería dos frases por semana.
Gail no se parecía ni a su padre ni a su madre. Era la reversión de algo que uno no podía figurarse suficientemente. Siempre había sido demasiado alto para su edad y demasiado delgado. Los muchachos lo llamaban <<Wynand el Largo>>. Nadie sabía que tenía en lugar de músculos; ellos sabían solamente que algo diferente tenía.
Había trabajado desde la infancia en los más diversos oficios. Durante mucho tiempo vendió diarios en las esquinas. Un día subió a la oficina del patrón y le manifestó que debería empezar un nuevo servicio entregando el diario a la mañana en la puerta del lector, y explicó cómo y por que se fomentaría la circulación.
– ¿Si? – dijo el patrón.
– Sé que eso produciría – dijo Wynand.
– Bueno, usted no manda aquí – replicó el patrón.
– Usted es un idiota – repuso Wynand.
Perdió el empleo.
Trabajó en una tienda de comestibles. Hacía el reparto, barría el piso de madera regado, seleccionaba la verdura de barriles llenos de vegetales podridos, ayudaba a atender a los clientes pasando pacientemente una libra de harina o llenando un jarro con leche de una inmensa lechera. Era como emplear un rodillo a vapor para planchar pañuelos. Pero se decidió a continuar y así lo hizo. Un día le expuso al tendero que sería una buena idea envasar en botellas, como el whisky.
– Cierre la boca y vaya a atender a la señora de Sullivan que está allí – dijo el patrón – y no me diga nada de mi negocio que yo no sepa. No manda aquí.
Trabajó en un billar. Limpiaba lo que dejaban los borrachos cuando se iban. Vio y oyó cosas que lo inmunizaron contra el asombro para el resto de su vida. Hizo grandes esfuerzos y aprendió a callar, y a conservar el lugar que los otros le indicaban, a aceptar la ineptitud como amo… y a esperar. Nadie lo había oído hablar de lo que sentía. Sentía muchas emociones hacia el prójimo, pero el respeto no era ninguna de ellas.
Trabajó de limpiabotas en un ferry-boat. Lo empujaba y le daba órdenes cada abotagado vendedor de caballos, cada marinero borracho de a bordo. Si hablaba oía alguna espesa voz que respondía: <<Usted no manda aquí>>. Pero le gustaba el trabajo. Cuando no tenía clientes, se quedaba en la baranda, miraba hacia Manhattan. Miraba los tableros amarillos de las nuevas casas, los terrenos baldíos, las grúas y pocas torres que se elevaban a lo lejos. Pensaba en lo que podría edificarse y en lo que podía destruirse en el espacio, y en la promesa de lo que se podía hacer con él. Una voz ronca lo interrumpía: <<!Eh, muchacho!>> Y volvía a su tarea y se inclinaba humildemente sobre algún zapato lleno de barro.
Gail Wynand había aprendido a leer y a escribir por si mismo a la edad de cinco años, haciendo preguntas. Leía todo lo que encontraba. No podía tolerar lo inexplicable. Tenía que comprender todo lo que era comprendido por otros. El emblema de su infancia – el escudo de armas que escogió como divisa en lugar del que había desde hacía siglos – fue un signo de interrogación. Nadie tenía necesidad de explicarle dos veces una misma cosa. Obtuvo sus primeros conocimientos de matemáticas con los ingenieros, mientras colocaba los tubos de las cloacas. Aprendió geografía con los marineros, en los muelles. Aprendió instrucción cívica con los políticos de un club local donde se reunían los gangsters. Nunca había ido a la iglesia ni a la escuela. Tenía doce años cuando entró en la iglesia. Escucho un sermón sobre la paciencia y la humildad. Jamás volvió. Tenía trece años cuando decidió ver en que consistía la educación y se matriculó en una escuela pública.
Durante la primera semana de escuela la maestra llamaba a Wynand constantemente; era para ella un gran placer porque siempre contestaba. Después de un mes la maestra dejó de tomar cuenta de su presencia. Parecía innecesario. Se sentaba, resuelto, durante horas que arrastraba como cadenas, sudando por extraer algún destello de inteligencia de los ojos vacíos y de las voces murmuradoras. Después de dos meses, repasando los rudimentos de historia que había tratado de inculcar en la clase, la maestra preguntó:
– ¿Y cuántos Estados había originariamente en la Unión?
Ninguna mano se levantó. Entonces Gail Wynand agitó la suya. La maestra asintió con la cabeza. Él se puso de pie.
– ¿Por qué tengo que atragantarme diez veces con la misma cosa?
Yo conozco todo eso.
– Usted no es el único en la clase – respondió la maestra.
Él dijo algo que la hizo poner pálida primero, y roja quince minutos más tarde, cuando lo entendió completamente. Se dirigió hacia la puerta. En el umbral se volvió y agregó:
– Si, había trece estados originarios.
Fue su último intento de educación formal.
Había gente en Hell’s Kitchen que nunca se aventuraba a ir más allá de sus límites y otros que raras veces salían de las viviendas donde habían nacido. Pero Gaild Wynand andaba a menudo por las calles más importantes de la ciudad. No sentía amargura contra el mundo de la riqueza, ni envidia, ni temor. Era simplemente curioso y se sentía en la casa como en la Quinta Avenida y como en cualquier otra parte. Pasaba por las mansiones majestuosas con las manos en los bolsillos y los dedos saliéndosele por la punta de los zapatos. La gente los miraba fijamente, pero a él no le producía efecto. Pasaba y dejaba tras sí la impresión de que pertenecía a la calle y los otros no. En aquella época no quería nada más que comprender.
Quería saber qué era lo que hacía diferente a aquella gente de la de su barrio. No era la ropa ni los carruajes ni los bancos lo que le llamaba la atención: eran los libros. La gente de su barrio tenía trajes, carruajes y dinero, los grados no tenían importancia, pero no leían libros. Decidió saber qué leía la gente de la Quinta Avenida. Un día vio una dama que estaba esperando en un carruaje junto a la acera; sabía que era una dama; su juicio en tales materias era más agudo que la discriminación de la guía social. Estaba leyendo un libro. Saltó al estribo del coche, le arrebató el libro y salió disparado. Se hubiese necesitado hombres más ligeros y más delgados que los polizontes para alcanzarlo.
Era un volumen de Herbert Spencer. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para llegar hasta el fin, pero lo leyó. Comprendió la cuarta parte de lo que había leído. Pero esto lo encaminó hacia un proceso que prosiguió con sistemática y obstinada determinación. Sin consejo, sin guía ni plan empezó a leer un incongruente surtido de libros. Encontraba algún pasaje que no podía comprender en un libro y buscaba otro sobre el mismo tema. Se extendía irregularmente en todas direcciones: leía volúmenes de erudición especializada primero y textos de escuela superior después. No había orden en sus lecturas, pero había orden en lo que le quedaba en la mente.
Descubrió la sala de lectura de la Biblioteca Pública y asistió allí algún tiempo para estudiar su disposición. Después, un día, en diversas ocasiones, una sucesión de muchachos lamentablemente peinados y lavados inconvenientemente, fueron a visitar la sala de lectura. Cuando entraron eran delgados, pero no así cuando salieron. Aquella noche Gail Wynand tenía una pequeña biblioteca propia en un rincón del sótano. Su pandilla había ejecutado sus órdenes sin protestar. Era un deber escandaloso; ninguna pandilla que se respetara había saqueado algo tan innecesario como libros; pero Wynand <<el largo>>, había dado las órdenes y nadie discutía con él.
Tenía quince años cuando un día se encontró una mañana en la calle, convertido en una masa sanguinolenta, ambas piernas quebradas, golpeado por algún estibador. Estaba inconciente, pero había estado conciente aquella noche después de haber sido golpeado. Lo habían dejado abandonado en una oscura avenida. Había visto una luz cerca de la esquina. Nadie sabía cómo se las había arreglado para arrastrarse hasta la esquina, pero lo hizo y se vio después el largo reguero de sangre en el pavimento. Se había arrastrado solamente con la ayuda de los brazos. Había golpeado la parte inferior de una puerta. Era una taberna que todavía estaba abierta. El tabernero salió. Fue la única vez en su vida que Gail pidió ayuda. El tabernero lo contempló con una mirada inexpresiva y pesada que exteriorizaba una indiferencia bovina y estólida. Se metió dentro y cerró la puerta de golpe. No quería mezclarse en las peleas de las pandillas.
Años más tarde, Gail Wynand, propietario del New York Banner, recordaba aún los nombres del estibador y del tabernero y sabía dónde los podía encontrar. No le hizo nada al estibador, pero causó la ruina del tabernero, que perdió su casa, sus ahorros y tuvo que suicidarse.
Gail Wynand tenía diecisiete años cuando murió su padre. Estaba solo, sin empleo en aquel momento, con sesenta centavos en el bolsillo, la cuenta del alquiler sin pagar y una erudición caótica. Resolvió que había llegado el momento de decidir lo que había de ser su vida. Aquella noche se subió al tejado de su vivienda y contempló las luces de la ciudad, aquella ciudad en donde él no tenía autoridad. Sus ojos se dirigieron lentamente desde las casas achatadas que lo rodeaban hasta las ventanas de las mansiones que estaban a lo lejos. Solamente había cuadrados iluminados y suspendidos en el espacio, pero según ellos se podía decir los edificios a los cuales pertenecían: las luces que lo rodeaban parecían turbias, desalentadoras, aquellas que estaban a lo lejos eran claras y compactas. Se hizo una sola pregunta: ¿Qué era lo que penetraba en aquellas casas, las obscuras y las brillantes, indistintamente, qué era lo que llegaba a cada habitación, a cada persona? Todos tenían pan. ¿Se podía formular una regla común para los hombres por el pan que compraban? Tenían calzado, café, tenían… seguridad para el resto de la vida.
A la mañana siguiente, entró en la redacción de la Gazzette, un diario de cuarta categoría, instalado en un edificio destartalado, y pidió trabajo. El redactor miró sus ropas y le inquirió:
– ¿Puede usted deletrear la palabra gato?
– ¿Puede usted deletrear la palabra antropomorfología? – le preguntó Wynand.
– No tenemos empleo aquí – dijo el redactor.
– Insistiré repuso Wynand –. Empléeme cuando me necesite. No tiene necesidad de pagarme. Me abonará un salario cuando se de cuenta de que tiene que pagármelo.
Se quedó en el edificio, sentado en las escaleras que conducían a la redacción. Durante una semana fue allí todos los días. Nadie le prestaba atención. Por las noches dormía en los zaguanes. Cuando ya casi no le quedaba dinero, robaba alimentos en los mostradores o en los cubos de la basura y después volvió a su puesto en las escaleras.
Un día un reportero sintió lástima y al bajar la escalera le arrojó un níquel, diciéndole:
– Tómate un plato de sopa, chico.
Wynand no tenía nada más que diez centavos en el bolsillo. Tomó los diez centavos y se los arrojó al reportero, diciéndole:
– Cómprese un tornillo.
El hombre profirió un juramento y siguió bajando la escalera.
El níquel y los diez centavos quedaron en los escalones. Wynand no los quería tocar. La historia se repitió en la redacción y un empleado de cara granujienta, encogiéndose de hombros, se apoderó de las dos monedas.
Al fin de la semana, durante la hora de mayor trabajo, un empleado de la redacción llamó a Wynand para que llevase un recado. A aquél siguieron otras pequeñas tareas. Obedecía con precisión militar. A los diez días recibía un salario. A los seis meses era reportero. A los dos años era socio.
Gail Wynand tenía veinte años cuando se enamoró. Había conocido todo lo que se podía conocer en materia sexual desde la edad de trece años. Había tenido muchos amores. Nunca hablaba de amor, no se forjaba ilusiones románticas y trataba la cuestión como una simple transacción animal; pero en esto era perito y las mujeres, con sólo mirarlo, se daban cuenta de ello. La muchacha de la cual se enamoró tenía una belleza exquisita, una belleza para ser adorada y no para ser deseada. Era frágil y silenciosa.
Se transformó en la amante de Gail Wynand. Él se permitió la debilidad de ser feliz. Se habría casado en seguida si ella se lo hubiera dicho, pero se dijeron muy poco uno al otro. Él sentía que entre ellos estaba todo acordado.
Una noche Wynand habló. Sentado a sus pies, con el rostro levantado hacia ella, su alma se hizo oír:
– Querida, lo que quieres, lo que soy, lo que puedo llegar a ser… Esto es lo que quiero ofrecerte, no las cosas que puedo obtener para ti, sino las que están en mí y será posible conseguir aquello a lo que un hombre no puede renunciar y a lo que yo renunciaría para que fuese tuyo, para que esté a tu servicio, solamente para ti.
– La chica sonrió y le preguntó:
– ¿Soy más linda que Maggy Nelly?
Se puso en pie y sin decir nada salió de la habitación. Nunca volvió a verla. Gail Wynand, que se jactaba de no haber necesitado jamás que le dieran dos veces una misma lección, no se volvió a enamorar a los años siguientes.
Tenía veintiún años cuando su carrera en la Gazette estuvo amenazada por primera y única vez. La policía y la corrupción no lo habían molestado: las conocía muy bien. Su pandilla había sido pagada para ayudar a dar palizas a los votantes en los días de elecciones, pero cuando Pat Mulligan, capitán de policía del distrito, fue acusado injustamente, Wynand no lo pudo soportar porque Pat Mulligan era el único hombre honesto que había conocido.
Durante tres años Wynand había conservado un pequeño recorte: un editorial sobre la corrupción, escrito por el famoso director de un gran diario. Lo había conservado porque era el tributo a la integridad más hermoso que había leído. Tomó el recorte y se fue a ver al gran director. Le hablaría de Mulligan y entre los dos vencerían a la <<máquina>>.
Recorrió la ciudad hasta llegar al edificio del famoso diario. Tuvo que caminar. Tenía que dominar la furia que tenía dentro de sí. Fue recibido por el director; tenía un aire que le hacía ser admitido en cualquier lugar contra todas las reglas. Vio a un hombre gordo, sentado al escritorio, con ojos como finas ranuras, colocados muy juntos. No se presentó a sí mismo, pero colocó el recorte sobre el escritorio y dijo:
– ¿Recuerda esto?
El director miró el recorte y después a Wynand. Era una mirada que Wynand ya había visto antes: la que tenían los ojos del tabernero cuando le cerró la puerta en las narices.
– ¿Cómo quiere que recuerde cada articulo que escribo? – dijo el directo.
Después de un instante Wynand le dijo:
– Gracias.
Fue la única vez en su vida que sintió gratitud por alguien. La gratitud era genuina, el pago por una lección que no volvería a necesitar. Hasta el director se dio cuenta de que algo fundamentalmente malo había en aquel seco <<gracias>>, tan amenazador, pero no supo que para Wynand había constituido una necrología.
Los tenderos y los estibadores no habían apreciado a Wynand, los políticos sí. En los años que estaba en el diario había aprendido a comportarse con la gente. Su cara había asumido la expresión que iba a tener el resto de su vida: no una sonrisa, sino una inmóvil mirada de ironía dirigida hacia todo el mundo. La gente creía que esa mofa se refería a las cosas especiales de las cuales deseaba mofarse. Además, resultaba agradable tratar con un hombre a quien no molestaban la pasión ni la santidad.
Tenía veintitrés años cuando una fracción rival quiso ganar una elección municipal, necesitó un diario para hacer propaganda a la plataforma, y compró la Gazette. La compraron en nombre de Gail Wynand que iba a dar el frente, como persona honorable, en nombre de la cuadrilla. Gail Wynand se transformó en director. Hizo propaganda y ganó la elección para sus jefes. Dos años más tarde aplastó a la camarilla, mandó a los jefes a la cárcel y se quedo como dueño único de la Gazette.
Su primer acto fue romper el letrero que estaba encima de la puerta del edificio y suprimió el título antiguo del diario. La Gazette se transformó en el New York Banner. Sus amigos le objetaron. <<Los periodistas no deben cambiar el nombre de un diario>>, le dijeron. <<Yo soy el único que lo cambia>>, replicó.
La primera campaña del Banner fue una llamada para conseguir dinero con motivo de caridad. Desplegado en toda su amplitud, con una cantidad de espacio igual, el Banner publicó dos relatos: uno, acerca de la lucha de un joven hombre de ciencia, que se moría de hambre en una buhardilla, trabajando en un gran invento; el otro, acerca de una camarera, la amante de un asesino que había sido ejecutado, la cual esperaba el nacimiento de un hijo ilegítimo. Uno de los relatos fue ilustrado con diagramas científicos, el otro con el retrato de una muchacha de boca caída, con expresión trágica y mal vestida. El Banner pidió a sus lectores que ayudaran a ambos desdichados. Recibió nueve dólares con cincuenta y cinco centavos para el joven sabio y mil setenta y siete dólares para la madre soltera. Gail Wynand citó a los redactores para una reunión. Colocó sobre la mesa el ejemplar del diario que contenía los dos relatos y el dinero recogido de ambos.
– ¿Hay alguno que no comprenda? – preguntó. Nadie respondió. Entonces agregó –: Ahora saben todos qué clase de diario va a ser el Banner.
Los directores de su tiempo se enorgullecían de estampar en los diarios su personalidad individual. Wynand entregó su diario – en cuerpo y alma – al populacho. El Banner asumió el aspecto de un cartelón de circo en el cuerpo, y de una representación de circo en el alma.
El público pedía crimen, escándalo, sentimiento. Gail Wynand se lo facilitaba. Le daba a la gente lo que deseaba, además de una justificación para que dieran rienda suelta a los gustos de los cuales debía avergonzarse. El Banner presentaba crímenes, incendios, raptos, corrupciones, con una moral apropiada en contra de cada caso. Había tres columnas de detalle frente a una columna de moral. <<Si se le impone a la gente un deber noble, se aburre – dijo Wynand –. Si se le deja que dé rienda a sus sentimientos, le avergüenza; pero si se combinan los dos, se la conquista.>> Publicaba relatos sobre muchachas caídas, divorcios aristocráticos, asilos de niños expósitos, lupanares, hospitales de caridad. <<El sexo primero –decía Wynand –, las lagrimas después. Hágalos arder de deseos, y hágalos llorar, y los habrá conseguido.>>
<<Son las novedades – decía Wynand a los redactores – las que excitan al mayor número. Lo que los impresiona estúpidamente. Lo más tonto es siempre lo mejor, siempre que haya bastantes tontos.>>
Un día llevó a la oficina un hombre que había encontrado en la calle. Era un hombre ordinario, ni bien vestido ni raído; ni alto ni bajo; ni moreno ni rubio; tenía uno de esos rostros que uno no podría recordar aunque tratase de retenerlo. Impresionaba al ser tan totalmente vulgar; carecía hasta de la distinción de un imbécil. Wynand lo hizo recorrer el edificio, se lo presentó a cada uno de los redactores y después lo dejó partir. Después citó a los redactores y les dijo:
– Cuando tengan dudas sobre el trabajo, acuérdense de la cara de ese hombre, Escriban para él.
– Pero, señor Wynand – dijo un redactor joven –, uno no puede recordar esa cara.
– Ahí está la cuestión – repuso Wynand.